El presidente de Ucronía tenía una bancada parlamentaria minoritaria pero había llegado al cargo en un balotaje por una alianza con otro partido. Había decidido arrancar su gobierno con todo el ímpetu posible. Era un tipo formado en universidades, con firmes convicciones y una gran confianza en si mismo. Desde lo ideológico confiaba en una utopía de libre mercado en la que creía con la firmeza de un monje consagrado. Su objetivo era llevar a Ucronía al nivel de los países que consideraba los mejores modelos de progreso. Firme defensor de la propiedad privada y la libre competencia sentía un profundo desprecio por las tendencias que eran socializantes o que proponían un criterio de justicia social. |
Instalado en la residencia presidencial, cuando aterrizó su entusiasmo luego de la embriagadora victoria, comenzó a percatarse de su carencia de equipos profesionales que sostengan sus proyectos. Había aterrizado por la convergencia de una serie de factores que sorprendieron a todos y, en primer lugar, al propio candidato electo. Los años de denigrar a los políticos y a las estructuras estatales lo habían dejado huérfano de colaboradores que supieran manejar el poder ejecutivo sin «chocar la calesita».
Esto le hizo pensar en recurrir a algunos de los políticos que odiaba y había insultado por años en los medios de comunicación y en las redes sociales. Cuando comenzó con esa estrategia vió que no sería gratuita. El costo en condicionamientos era alto y creciente. Pero, acostumbrado a calcular costos y beneficios, se embarcó en su cruzada.
Un tema que le preocupaba mucho era su seguridad personal. Temía que sus enemigos políticos y sus asociados envidiosos atentaran contra él. Armó una custodia firme, de gran fiereza para protegerlo. Entre sus temores no estaba solo la oposición sino también mucho asociados advenedizos. Entre los que más temía se encontraba su vicepresidente, de grandes ambiciones y con su propio séquito de soporte politico y material. Con esos temores en mente sustituyó a los cocineros y mozos de la residencia presidencial por personas adictas a él. Tenía especial miedo a los opositores y a los servicios de inteligencia de los países que había subestimado por cuestiones ideológicas. En particular le preocupaban los de oriente, ya que recordaba todos los rumores que hubo sobre las muertes de Rasputin, Stalin, Trotsky o Lin Qi. El temor a ser envenenado le hizo designar a un custodio de confianza para probar todo lo que iba a ingerir.
Entre sus primeras medidas designó un gabinete de ministros que le fuera adicto, con instrucciones de bloquear a su ambicioso y pérfido vicepresidente. Atenuados sus temores por un posible magnicidio se fue concentrando en la tarea de gobierno que compartía con su pasión por las mascotas, los juegos electrónicos y las redes sociales. Estos pasatiempos le consumían muchas horas al día y, con frecuencia, actuaba de forma descuidada en materia de trámites de gobierno. Estaba muy confiado en su gabinete y en sus secretarios que supervisaban los aspectos formales y legales de todas las resoluciones. Esto era una gran tranquilidad para él ya que liberaba su cabeza y su tiempo para otras actividades más gratificantes.
Con su alianza parlamentaria había logrado bloquear a la oposición y, después de un tiempo, comenzó a sentirse más seguro y a disminuir la supervisión de los papeles a los que se refería despectivamente como «burocracia». Los decretos y resoluciones salían en gran cantidad sin contratiempos y se publicaban al dia siguiente en el diario oficial del gobierno.
Había entrado en una etapa de tranquilidad y con algunos arranques de euforia. Después de un tiempo ocurrió un percance inexplicable que constituyó una catástrofe en la casa de gobierno.
Apareció en el diario oficial un decreto que favorecía a la familia del presidente. Se les concesionaban por cincuenta años servicios públicos sin licitación, eximiendo de impuestos a las ganancias y con un blanqueo del capital aportado.
A la mañana le informaron del hecho inexplicable. Desesperado empezó a los gritos primero con sus secretarios y luego convocó a sus ministros y otros colaboradores. En el salón de reuniones, con gritos desaforados, solicitaba explicaciones que nadie tenía.
Los ministros se acusaban entre ellos y a sus secretarios que, a su vez, descargaban su furia sobre los encargados de diversas oficinas. Los servicios de inteligencia revisaron todos los archivos informáticos y estaban de acuerdo a los textos autorizados por el presidente. Solo la publicación en el diario oficial contenía el decreto apócrifo. El presidente, rojo de ira, gritaba frenético. De repente se descompuso, cayó al piso y lo atendieron los médicos de casa de gobierno. Fue trasladado de urgencia a un sanatorio donde le diagnosticaron un accidente cerebro vascular producto de una crisis de hipertensión. Superada la confusión inicial se redacto una fe de erratas que anulaba el decreto, con la firma de todos los ministros.
Luego de diversos estudios, en el sanatorio dictaminaron daño cerebral irreversible. El parlamento le concedió licencia médica por tiempo indeterminado y se hizo cargo el vicepresidente.
Pocos días más tarde, una empresa del primo del vicepresidente le compró, por una suma millonaria en dólares, una patente al cuñado de uno de los empleados de confianza que tipean los decretos presidenciales. Se trataba de un software que permitía, a través de Internet, modificar un archivo pdf, aunque tuviera contraseña y firma electrónica. El mismo software permitía volver el archivo a su forma original sin dejar rastros.
