Mi familia se mudó de Buenos Aires a Montevideo al final del primer peronismo, cuando ya se sentía el golpe respirando en la nuca. Yo había terminado cuarto grado, de un plan que tenía dos primeros, en una escuela que estaba cerca de la cancha de River. Por lo tanto llevaba cursados cinco años.
Mis primeros tiempos en Montevideo me resultaron fáciles. La gente era muy amable. Me llamaba la atención que hablaran de política delante de los chicos, cosa que en la Argentina solían evitar. A pesar de eso, el antiperonismo imperante en el Uruguay no me ayudó a entender la época. Muchos años después pude comprender las disparidades culturales, históricas y políticas que unen y diferencian ambas orillas del Plata.
La nueva escuela era por Avenida Italia y Larrañaga. Mi familia alquilaba un departamento modesto a un par de cuadras. Como yo había cursado cinco años (aunque mi certificado dijera cuarto grado) mi madre, con su inapelable lógica germana, impulsó que yo ingresara en el sexto y último año.
Hablamos con el maestro, que averiguó sobre mis conocimientos y me tomó como alumno a prueba. En caso de no seguir el ritmo, debería pasar a quinto.
Mi madre agregó que yo no conocía historia y geografía uruguayas. El docente opinó que no era importante, que compartíamos la historia y la geografía de America del Sur y que ya tendría tiempo de aprender más.
Yo expresé mi objeción al uso de la moña azul; en Argentina no se usaba. Me autorizó la excepción. Indicó mi ubicación cerca de su escritorio, por si necesitaba ayuda. Pidió a mi compañero de banco que me apoyara para adaptarme.
Supe después que ese niño, de nombre Álvaro, era hijo del maestro. El maestro se llamaba Selmar Balbi.
Encontré un ambiente muy favorable. Por suerte me adapté bien y pude continuar en sexto y a fin del año terminar mi educación primaria.
Luego asistí al secundario y a la universidad. Me recibí, fui docente, investigador y delegado gremial de la facultad en la federación de docentes.
En 1974 nos fuimos de apuro a Buenos Aires, como tantos, huyendo de la dictadura. Lentamente volví a mi vida de argentino. Readaptarme me costó mucho. Ahora soy rioplatense y desarrollé la mayor parte de mi vida laboral en Argentina.
Hace unos años, con Matilde, nos llegó el momento de jubilarnos. Entre otros, recopilamos certificados laborales por los años de actividad que ambos tuvimos en la universidad en Montevideo.
En uno de esos trámites nos atendió una mujer que, tenía el apellido Balbi. Le comenté que mi maestro de sexto se llamaba Selmar Balbi y que su hijo Álvaro fue mi compañero de banco.
Recibí un baldazo de agua fría. Sorprendida por mi ignorancia del tema, nos contó de la muerte de Álvaro. De pronto el pasado, que había empezado a digerir, volvía con un garrotazo. Desde el fondo de la memoria me traía a mi compañerito de sexto año y me enteraba que la dictadura lo había torturado y asesinado hacía décadas, poco después de nuestro escape a Buenos Aires.
Me puse a buscar frenéticamente en Internet.
Supe de las vidas generosas y militantes de Selmar y Álvaro. Leí la carta de Selmar a Bordaberry, pidiendo justicia. Supe del impulso que dio Pepe Mujica a la causa. Me enteré a grandes rasgos de la vida de Álvaro, de su compañera, de sus cuatro hijos, de su amor por la música, de los homenajes populares que le hicieron. Todo de golpe. Indigerible.
Me ha llevado unos años asimilar toda esa historia. Puedo absorber toda la historia del asesinato, pero siento que mataron al niño sensible, amable y solidario, hijo del maestro que me abrió la puerta de entrada al Uruguay. Mi compañero de banco.