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El segundo exilio

 



A los diez años ya hablaba y escribía en español de forma fluida, como cualquier niño de Buenos Aires. Había quedado cinco años atrás la etapa traumática de hablar solamente alemán y del primer año de escolaridad (Ver "El primer exilio"). Ya estaba cursando el cuarto grado de la primaria y había avanzado en mi socialización. La pareja de mi madre con el viejo se había estabilizado y tuvieron una niña. Esta hermanita tenía tres años y alegraba la vida familiar.


El viejo se comunicaba con su familia en Montevideo donde tenía ambos padres y varios hermanos. Poco antes del golpe de estado contra Perón, el viejo tuvo una noticia que alteró la rutina familiar. Su madre estaba muy enferma y quiso ir a visitarla. La dificultad surgía porque los gobiernos de Argentina y Uruguay tenían importantes fricciones. El gobierno uruguayo, presionado por el norteamericano, fomentaba un antiperonismo muy fuerte. Algunos problemas limítrofes y la consideración de que algunas medidas peronistas perjudicaban el turismo en Uruguay, fueron los argumentos oficiales. Simultáneamente se impulsaba una fuerte campaña antiperonista tildando a Perón de pronazi en razón de "la tercera posición", que contrariaba a Estados Unidos. Cuando pedí una explicación más detallada me dijeron “es culpa del peronismo que se pelea con el Uruguay”. 

Por estas razones los viajes entre ambas orillas del Rio de la Plata estaban muy trabados. El viejo podía viajar porque era uruguayo, aun siendo residente en Argentina. Pero los demás debíamos obtener visa de viaje. El viejo consultó y le dijeron que viajara él pero que nosotros no tendríamos visa.  Viajó a visitar a su madre y la encontró muy desmejorada. 


Desde Montevideo le avisó a mi madre que, en principio, no quería volver a Buenos Aires y le pidió que nos fuéramos para allá los tres, mi madre, mi hermana y yo. Esto implicaba organizar una mudanza clandestina. Había que quemar las naves ya que no habría retorno a Buenos Aires. Sería el segundo exilio para mi madre y para mi. Todo esto con el agravante de tener que emigrar en forma clandestina. Ahí aprendí, con diez años, como se organiza una huida a otro país. Como participé de esa huida siendo niño siento el huir como algo normal, incorporado a mi estructura personal.


El soporte logístico lo brindaba la empresa norteamericana Braniff Airways. Ellos organizaban el viaje vía Asunción y de allí combinación, con la brasileña Real Aerovias, hasta Montevideo. Las visas para entrar a Uruguay las proporcionaba el cónsul uruguayo, que hacía la vista gorda, en la localidad de Tigre. Ahí firmaba cualquiera como padre, bajo declaración jurada, autorizando la salida mía y de mi hermana. A Paraguay viajamos como turistas. En una semana mi madre empacó todo, repartió o vendió cosas entre conocidos y nos fuimos. Para mi fue magia.


Todavía no me había asaltado el pánico de vuelo que adquirí, muchos años después, en múltiples viajes por razones de trabajo, dentro de la Argentina. En aquellos tiempos eran aviones con hélices, que volaban a la mitad de la velocidad y un tercio de la altura de hoy en día. 


Partimos y mi madre me dio estrictas instrucciones de no hablar con nadie. Se rumoreaba que en Asunción había gente husmeando para que no pasaran fugitivos de Argentina. Me sentí protagonista de una película "clase B". ¿Cómo me pasaba todo eso a mí? En aquella época el aeropuerto de Asunción tenia pista de tierra. Había un mástil alto con lo que a mi me parecia una media colgada, pero me explicaron que era para ver la dirección e intensidad del viento. Un instrumental irrisorio visto desde la tecnología actual.


De Buenos Aires a Asunción viajamos en un cuatrimotor DC-7. De Asunción a Montevideo en un DC-3 bimotor. Cerca de Montevideo se desató una tormenta muy fuerte. El avión de Real Aerovias se zarandeaba como una coctelera. A mitad de camino la tripulación nos advirtió que, de persistir la tormenta llegando a Montevideo, se aterrizaría en el aeropuerto más cercano que era Buenos Aires. Mi madre estaba muy preocupada por esa posibilidad dado que se descubriría este viaje considerado clandestino por las autoridades argentinas. Sería una gigantesca ironía volver como delincuentes.

Afortunadamente la tormenta amainó y aterrizamos en Montevideo. Formalmente iba a empezar mi segundo exilio.


Los primeros meses vivimos en la casa paterna del viejo. Alquilaban sobre la calle 26 de Marzo a un par de cuadras de la rambla de la playa Pocitos. Era una antigua construcción de madera forrada en chapa. Típica de finales del siglo XIX y principios del XX. Una casa con techo a dos aguas, varias habitaciones y el baño y la cocina en dos construcciones independientes a las que se accedía cruzando el jardín del fondo. También tenían un gallinero. He visto casas similares en algún rincón de los barrios de La Boca o Barracas, en Buenos Aires y, por supuesto, en el interior del país. Hoy en día Pocitos es una zona montevideana de clase media acomodada, con muchos edificios modernos.


Los padres del viejo eran gente muy sencilla. Él era portero del Correo y ella ama de casa y lavandera para otros. Mi viejo tenía dos hermanas y un hermano, además de otros dos que habían sido criados por los padres del viejo porque fueron abandonados de niños en un asilo estatal. En el Uruguay, en general, los adultos daban una sensación de tranquilidad y hablaban de política con naturalidad delante de los chicos. Uruguay era la “Suiza de América”. Las discusiones acaloradas eran sobre fútbol —Nacional versus Peñarol— o sobre política —blancos versus colorados— pero siempre de buenos modos. Los buenos modos, las formas educadas de discusión estaban muy arraigadas. 


Algo tranquilizante para mi era que todos coincidían en que el peronismo era nefasto. Y claro, en Montevideo nada me creaba contradicciones. Uruguayos y argentinos son casi unánimes en el gusto por el asado, el mate, el dulce de leche, las milanesas y la valoración de Gardel o el fútbol. No pasa lo mismo con el peronismo. Es difícil encontrar un uruguayo que no tenga posición de duda o negativa respecto del peronismo. Igual, seguí con mis contradicciones entre dichos y hechos de una realidad argentina que yo había visto con mis propios ojos. 

Una leve sospecha y más dudas me generó el bombardeo de Plaza de Mayo y los cientos de víctimas. No entendí por qué los aviadores militares que lo hicieron fueran recibidos como héroes en el Uruguay. Pero las dudas se apagaron con la alegría masiva que despertaba en Montevideo la autoproclamada “Revolución Libertadora”. Con ese nombre debía ser algo bueno.


Unos meses después de llegar a Montevideo vivíamos los cuatro en un modesto departamento tipo casa, alquilado en un barrio de casas bajas.  Comencé a ir a la escuela pública del barrio y a hacer nuevas amistades. El viejo trabajaba en un negocio en el centro, que vendía instrumentos y partituras musicales. A la noche iba al ensayo porque era tenor en el coro estable del SODRE, el servicio estatal de difusión cultural.


En Buenos Aires yo había terminado cuarto grado de la primaria, de un plan que tenía dos primeros, en una escuela que estaba cerca de la cancha de River. Por lo tanto llevaba aprobados cinco años de escolaridad. 


Mi nueva escuela era por Avenida Italia y Larrañaga. Como expliqué, yo había cursado cinco años, aunque mi certificado dijera cuarto grado. Mi madre, con su autosuficiencia e inapelable lógica germana, impulsó que yo ingresara en el sexto y último año de primaria. 


Hablamos con el maestro, que averiguó sobre mis conocimientos y me tomó como alumno a prueba. En caso de no seguir el ritmo, debería pasar a quinto. Mi madre agregó que yo no conocía historia y geografía uruguayas. El docente opinó que no era importante, que compartíamos la historia y la geografía de América del Sur y que ya tendría tiempo de aprender más. 


Yo expresé mi objeción al uso de la moña azul; en Argentina los varones no usaban moña. Me autorizó la excepción. Indicó mi ubicación cerca de su escritorio, por si necesitaba ayuda. Pidió a mi compañero de banco que me ayudara a adaptarme. Supe después que ese niño, de nombre Álvaro, era hijo del maestro. El maestro se llamaba Selmar Balbi. Encontré un ambiente muy favorable. Por suerte me adapté bien y pude continuar en sexto y a fin del año terminar mi educación primaria.


La vida montevideana con tres meses de playa y un mes con Carnaval podían amortiguar mucho mi curiosidad por la política. Al año siguiente entré al secundario —el liceo para los uruguayos. Allí me asaltaron muchos intereses nuevos. En especial el dibujo y las ciencias. Tenía amigos del barrio. Más despegado de los adultos, fui pasando esos años sin mayor interés en la política. Era un pichón honesto de liberal, pero de los de verdad. Como tal, no quería ponerme etiquetas. Cada uno hace su vida y no hay mas tema.


Noté que la revolución cubana generaba ruido en la sociedad montevideana, pero no entendía mucho. Los barbudos al principio fueron buenos pero poco después malos. Tal vez eran como los peronistas. Diarios, radios y TV no ayudaban mucho. Tampoco había que preocuparse mucho por los países vecinos, excepto Brasil, con el que se compartían playas y Carnaval. De todos modos, la cultura venía de Europa y la ciencia y la tecnología de Estados Unidos.


Cuando terminé el ultimo año de la primaria, me interesaba dibujar, contemplar la naturaleza, los bichos. También tenía mucha curiosidad por el funcionamiento de los aparatos. Relojes, autos, radios, aparatos ópticos despertaron mi interés. Cuando tuve acceso a una biblioteca pública quedé deslumbrado por las grandes enciclopedias como la Britannica y la Espasa Calpe, con docenas de tomos. Cuando comencé a curiosear sobre física quedé encantado. Pasaba horas experimentando con las lentes que conseguía.


La primera decisión importante que recuerdo es de mi adolescencia, en el secundario. Asistía al Liceo N° 3 "Dámaso Larrañaga" en Montevideo. Tenía quince años y hacía mucho tiempo que dibujaba y pintaba de forma autodidacta. Producía frenéticamente y descartaba casi toda la producción. Mi profesor de dibujo de tercer año era un prestigioso artista, arquitecto y escenógrafo del teatro El Galpón, en Montevideo. Se llamaba Mario Galup. Hoy en día la Escuela de Artes Escénicas de El Galpón lleva su nombre. Los chicos, que ponían sobrenombre a todo el mundo, lo llamaban "Puchito". Un día me dijo que le parecía que yo tenía aptitudes y condiciones para desarrollarme como artista plástico y que se ofrecía a darme clases en su taller de forma gratuita. Asombrado, volví muy contento a contarle a mis padres. 


Se miraron entre ellos con cara de desaliento y me dijeron que estaba muy bien que tuviera un hobby. Pero... había que pensar en una profesión "seria", que permitiera asegurar "un buen pasar". Me sugirieron la arquitectura, que utilizaba el dibujo como herramienta.

En la siguiente clase se lo comenté al profesor Galup. Le di las gracias pero no iba a tomar sus clases. Se mostró contrariado pero dijo que la oferta seguía en pie. Nunca más hablamos del tema.


Al año siguiente yo tenía mi primer curso de química. La profesora era de apellido Medina. Su estilo de enseñanza "no me enganchaba". Estudié el mínimo indispensable. Rendí examen en verano y aprobé "raspando". La profesora Medina me echó un balde de agua fría. Me dijo que consideraba que yo estaba perdiendo el tiempo en el secundario. Me dijo "la cabeza no le da, es mejor conseguir un trabajo y no perder más tiempo". Salí enfurecido. Me llevó un tiempo calmarme. Al año siguiente debía cursar el cuarto año y mi segundo curso de química. Da la mala suerte que me toca nuevamente Medina.


Pensé mucho una estrategia. Decidí demostrarle que yo podía y que podía eso y mucho más. Comencé a estudiar intensamente. Me fue muy bien y, a decir verdad, me interesó la química. Terminé el año con muy buenas notas. Al despedirnos, Medina me preguntó si había pensado como seguir. Le dije que iba a estudiar una carrera de química. Me deseó suerte.

Nunca pude, hasta hace poco, llegar a saber si Medina era una mala persona o alguien muy inteligente que encontró una forma de generar un desafío para mi. Recientemente, alguien que la conoció me dio una opinión muy negativa sobre su persona.


Tuve un traspié al entrar a la universidad. Aunque estaba cursando el primer año en la Facultad de Química me quedaba por rendir un examen de matemáticas del secundario. Me fue mal. Estaba a mitad del año y no podía continuar con una materia "previa". Tendría que repetir el primer año de facultad. El catedrático de Física en la facultad era José Pedro Sáenz. Hoy en día uno de los edificios de la Facultad lleva su nombre. El se enteró de mi materia previa y me hizo una propuesta. No me haría repetir Física, ya que yo era un alumno sobresaliente. Por eso, al año siguiente, cuando tuve que recursar primero, me propuso un proyecto de trabajo para todo el año. Lo disfruté mucho y aprendí a llevar adelante un proyecto de investigación.


Luego, ya adulto, la vida me fue llevando desde la química hacia la informática y la educación. Todo lo anterior referido a los estudios y el trabajo. Capítulo aparte merecen las decisiones de familia y las decisiones políticas que, de muy jóvenes, también son influidas por el entorno sin considerar demasiado sus deseos, por "inmaduros".

Suelen pasar muchos años antes que seamos totalmente conscientes acerca del modo que hemos tomado grandes decisiones en nuestra infancia y adolescencia. La influencia de los adultos que nos rodearon suele desviar, con la mejor intención, las inclinaciones naturales hacia aquello que consideran que nos conviene más.


Los estudios, la carrera y el trabajo me llevaron a virar políticamente hacia la izquierda, tener militancia en el Frente Amplio y ser delegado sindical de los docentes de la facultad. Aprendí el valor de las diversidades ideológicas, las alianzas coyunturales y la unidad con discusión interna. Los uruguayos eran cultores de los buenos modos. Hay un trasfondo conservador, más enfocado en las buenas formas y el lenguaje “correcto”. El contenido es importante pero solo se lo considera cuando viene de forma “educada”. Ni bueno ni malo. Es la cultura local. Pero es una de las razones de rechazo al peronismo: las formas. Otra es el nacionalismo peronista que desconfía de lo que viene de los países “cultos y desarrollados”. Uruguay tenía una cultura eurocéntrica.


Con Matilde fuimos partícipes de la vida montevideana hasta que, por diversas circunstancias, veinte años más tarde escapamos de la dictadura uruguaya. Muchos años después pude comprender las disparidades culturales, históricas y políticas que unen y diferencian ambas orillas del Río de la Plata.


Décadas más tarde, viviendo en Buenos Aires desde hacía mucho, a Matilde y a mi nos llegó el momento de jubilarnos. Entre otros, recopilamos certificados laborales por los años de actividad que ambos tuvimos en la Universidad en Montevideo. En uno de esos trámites  nos atendió una mujer que, tenía el apellido Balbi. Le comenté que mi maestro de sexto se llamaba Selmar Balbi y que su hijo Álvaro fue mi compañero de banco.

Recibí un baldazo de agua fría. Sorprendida por mi ignorancia del tema, nos contó de la muerte de Álvaro. De pronto el pasado, que había empezado a digerir, volvía con un garrotazo. Desde el fondo de la memoria me traía a mi compañerito de sexto año y me enteraba que la dictadura lo había torturado y asesinado hacía décadas, poco después de nuestro escape a Buenos Aires —el tercer exilio— que relataré más adelante.


Me puse a buscar frenéticamente en Internet. Supe de las vidas generosas y militantes de Selmar y Álvaro. Leí la carta de Selmar al presidente Bordaberry, pidiendo justicia. Supe del impulso que dio Pepe Mujica a la causa. Me enteré a grandes rasgos de la vida de Álvaro, de su compañera, de sus cuatro hijos, de su amor por la música, de los homenajes populares que le hicieron. Todo de golpe. Indigerible. Me ha llevado  unos años asimilar toda esa historia. Puedo absorber toda la historia del asesinato, pero siento que mataron al niño sensible, amable y solidario, hijo del maestro que me abrió la puerta de entrada al Uruguay. Mi compañero de banco.

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