La cosa me empezó a repeler cuando, para tener la bolsita bien abierta sopló en la misma. La humedad de su aliento se condensó sobre la bolsa y la empañó. Mi fantasía era que en esa humedad condensada, visible a simple vista, nadaban millones de microorganismos que me contagiarían terribles enfermedades.
Mientras estaba en esos divagues el hombre comenzaba a verter la garrapiñada en la bolsita. Pasó una paloma y dejo caer sus deposiciones en la olla, al lado de la cuchara que usaba para revolver y despachar. El hombre, haciendo como que no había visto lo que ocurrió, siguió revolviendo con parsimonia y terminó de llenar la bolsita, la cerró y me la extendió mientras me decía el precio.
Ya comenzando a tener arcadas, pagué, me alejé unos metros y tiré la garrapiñada en un tacho de basura.
En la esquina había un kiosco. Compre unos chocolates que estaban riquísimos.
