
Último domingo antes de la Navidad del 2023 en Buenos Aires. El diluvio constante inunda todo. Hoy al mediodía nos juntamos en un restaurante a despedir el año con un grupo de amigos. Entre los bostezos mañaneros reviso si tengo dinero efectivo suficiente para pagar mi parte del almuerzo. Maldigo porque, tan tonto, no preví ayer ir al cajero automático para sacar billetes cuando aún no llovía.
Luego del desayuno junto coraje y, paraguas en mano, salgo hasta el banco que queda a pocas cuadras de mi casa. En el camino quedo empapado. El cajero se encuentra sobre una avenida muy importante lo que me tranquiliza porque, aunque es domingo, circula gente y me disminuye el temor al robo.
Este cajero es mi preferido porque es un ámbito grande con seis terminales y bastante privacidad. Cuando voy llegando me preocupo porque veo charlando afuera un par de muchachos con apariencia muy sospechosa. Trato de superar mis prevenciones y entro decidido al ámbito donde están las terminales.
El corazón me da un vuelco. Adentro, distribuidos entre los cajeros automáticos, hay una media docena de personas tiradas. Se están gritando entre ellos. Dos chicos se pelean. Hay restos de comida en el suelo, sobre papeles de diario. Veo zapatillas y ropas mojadas secándose en un rincón.
—Che, dejen pasar al señor —dice uno.
—El cajero que tiene guita es el de allá — me indica una mujer que está amamantando.
Murmuro un agradecimiento y trato de actuar como si todo fuera lo más normal del mundo. Se han dado cuenta del susto que tengo y uno dice algo al respecto.
—Oiga don, no se asuste, no somos ladrones. Somos pobres. Somos indigentes. Estamos acá con los pibes por la lluvia. Nosotros a lo chorros los rajamos porque no queremos problemas y con la cana menos.
Mi cabeza oscilaba a toda velocidad entre terminar el trámite de extracción, guardar rápido el dinero sin mostrarlo y actuar como si nada. Cuando terminé le di a uno de los adultos un billete, aunque sea para un kilo de pan. La mujer le gritó a los niños.
—¡Che, corranse y dejen salir al señor!
Les agradecí con un gesto que quiso ser una sonrisa simpática y salí lo más rápido que pude. En el camino de regreso a casa me empapé por fuera pero el corazón se me encogió por dentro. Una mezcla enorme de sensaciones donde la principal surgía al ver de cerca la miseria y el dolor que provoca nuestro sistema de vida en el cual esas personas se abrigan del frío y la lluvia en el mismo lugar en que otros retiramos dinero para sostener una vida infinitamente mejor que la de ellos.