Aldo y Mabel se habían casado hacía pocos años. La vida transcurría tranquilamente. Tenían una linda casita, muy bien puesta y con todo lo necesario. Ambos trabajaban. Aldo en un estudio jurídico y Mabel en un sanatorio. Todo parecía funcionar bien. Solo el progresivo alcoholismo de Aldo empañaba el panorama. Mabel intentaba ayudarlo a abandonar su adicción.
En verano iban de vacaciones a la costa. Allí, alejados de las tensiones de la gran ciudad, estaban más tranquilos y la compulsión de Aldo disminuía sensiblemente. Por este motivo, Mabel, siempre que se podía, proponía paseos fuera de la ciudad.
En uno de estos paseos Aldo había tomado antes de salir. Mabel, preocupada, le pidió postergar el paseo para que no maneje habiendo bebido. Le respondió con su habitual "no pasa nada".
Salieron de todos modos. Quiso la mala suerte que, en una maniobra poco afortunada, el coche volcara, repetidas veces, sobre el desnivel lateral de la carretera.
Mabel despertó en el sanatorio, con la cabeza vendada. Solo le quedaban libres los oídos, la boca y las fosas nasales. Aldo estaba a su lado, tomándole la mano. Luego le relató lo sucedido y le contó su sentimiento de culpa por haber bebido antes del viaje. Mabel no hizo comentarios sobre el tema.
Tiempo después, cuando los médicos le retiraron los vendajes, Mabel se dio cuenta que no veía, estaba ciega. Preguntó sobre el futuro de esta situación. Los médicos no le dieron muchas esperanzas, aunque había algunas remotas posibilidades de revertir la ceguera.
En los tiempos siguientes Mabel hizo enormes esfuerzos para adaptarse a su nueva situación. Poco a poco fue conociendo su casa al tacto, sin golpearse. Los médicos le recomendaron a Aldo darle mucho apoyo y no modificar la disposición de los muebles y otros objetos dentro de la casa.
Aldo intentó ocuparse más de Mabel, pero la situación lo angustiaba. Su ansiedad frente a los nuevos problemas incrementó su alcoholismo. La consecuencias nefastas fueron el empeoramiento de su impaciencia y mal humor. Pronto derivó en maltrato y subestimación de Mabel.
Cada día el retorno de Aldo del trabajo era peor. Ya anochecido llegaba a casa, abría la puerta y, ya que Mabel vivía de luz apagada, hacía los tres pasos hasta la llave de luz. Luego de encender saludaba a Mabel y empezaba a ocuparse de la cena de ambos. Siempre silencioso y malhumorado, solo emitía monosílabos en respuesta a Mabel. Ella detectaba su olor a bebida pero no lo comentaba ya que eso empeoraría su mal humor y las respuestas negativas para Mabel.
Un día como tantos, Aldo llegó al anochecer a la casa. Como siempre, abrió la puerta y al segundo paso en la oscuridad, camino a la llave de luz, tropezó. Cayó a todo lo largo y su cabeza dio pesadamente contra el piso cerámico. El espantoso sonido del golpe conmovió la casa. Luego se produjo silencio.
Mabel se acercó a tientas hasta Aldo. Tocó su cabeza y palpó sangre. En su cuello no se sentían latidos. Sonó el timbre de la casa y Mabel abrió la puerta. Era su vecina y amiga que había oído el tremendo sonido de la caída y golpe de Aldo. Mabel, todavía a oscuras, le pidió que llamara a la emergencia médica.
Cuando llegó la ambulancia Mabel había encendido la luz y aguardaba, junto a la vecina, para abrirles la puerta. El médico de la emergencia verificó el fallecimiento de Aldo y, como siempre en casos de muerte, llamó a la policía. Luego de los exámenes de rutina, los forenses dictaminaron muerte por accidente doméstico.
Cuando se fue la policía, Mabel apagó las luces para ahorrar en el costo de la electricidad. Luego verificó que estuviera en su lugar habitual la pesada lámpara de hierro que había atravesado en la entrada de la casa, antes de la llegada de Aldo, y retirado antes de abrirle a la vecina.
