
Hay un tango muy hermoso, de Cátulo Castillo, que se llama El último café. Pero yo voy a referirme al primer café, el que tomo todas las mañanas desde mis doce años. Aprendí de mi madre a tomar café sin azúcar.
Este cafe es el que abre todas las puertas y caminos del día. Después de levantarme, golpearme el pié con la silla donde quedó mi ropa, enfilo hacia el cuarto de baño. Cumplidas algunas actividades que no hace falta enumerar, me dirijo a la cocina.
Por supuesto, todo lo que he relatado se realiza en forma automática, sin intervención de ningún elemento consciente. Esto incluye colocar un tazón lleno de agua en el horno de microondas, fijar el tiempo y esperar el pitido del final.
Luego agrego café instantáneo. Si, ya lo se. Pueden evitar el comentario los fanáticos de los cafés exquisitos y sus variantes de elaboración. Todo eso puedo disfrutarlo, pero no en el primer café, que es el motivo de esta exposición. Por los motivos explicitados, este primer café debe ser una tarea simple, básica, elemental, automática porque no hay neuronas para más.
El primer café tiene objetivos específicos. Es el que abre los caminos al pensamiento, avisa a las únicas dos neuronas disponibles en ese momento, como pueden encontrarse y hacer lo que los científicos llaman una sinapsis. Ésta es como apretar el botón de encendido para que otras neuronas se desperecen, bostecen e intenten reunirse con sus hermanas para tareas mas complejas como ponerse las medias o hacer una tostada.
Producidos estos primeros intercambios entre neuronas, largo rato después, estoy listo para cosas mas sofisticadas como levantar las persianas y mirar el pronóstico del tiempo en la television.
Por lo expuesto, a pesar de ser agnóstico desde la misma edad en que comencé a tomar cafe, considero a esta primera taza de café como un milagro cotidiano.
Amén.