
Claudio siempre tuvo terror a la vejez. Desde que era niño observaba a los viejos. Su obsesión lo impulsaba a acecharlos cuando estaban distraídos. Estudiaba sus arrugas, sus pequeños temblores, todas sus dificultades. Esta manía lo llevó a especializarse en geriatría, para ayudar a no envejecer. Encontraba en sus pacientes aquello que quería evitar para si mismo.
Un día Claudio tenía una especial excitación por un artículo que había leído en el Journal of Genetics. Le comentó a su colega y amigo Jorge que unos yanquis, estudiando el metabolismo de la telomerasa, habían encontrado una manera segura de evitar el acortamiento de los extremos de los cromosomas, los telómeros, responsables del envejecimiento celular. Lo novedoso era que, a diferencia de investigaciones anteriores, lo habían logrado sin producir cáncer. Este descubrimiento permitiría a la humanidad, algún día, alejar la vejez, prolongar la vida. Por el momento eran experimentos preliminares pero ya se ofrecía aplicar la técnica a voluntarios, con un costo altísimo. El valor era tan grande que solo podía ser solventado con una fortuna.
Claudio no podía comer ni dormir pensando en la forma de conseguir el dinero necesario para lograr que le aplicaran el tratamiento experimental. Analizó vender la casa y otras pertenencias, pero no alcanzaba. Averiguó por créditos pero eran insuficientes. Estudió incontables posibilidades de financiarse. Finalmente, concluyó que la única alternativa posible era robar, asaltar un banco. Por supuesto, se abstuvo de comentarle esta conclusión a Jorge, para no involucrarlo.
Se dedicó febrilmente a seleccionar el banco, el horario, planificar la estrategia y conseguir el arma.
Estas actividades le llevaron a cometer descuidos en su profesión y hasta un cierto abandono en su aspecto e higiene personal.
Jorge y Claudio fueron compañeros desde la escuela primaria. Jorge estaba preocupado por su amigo y trató de indagar sin resultado.
Claudio estaba sumergido en su obsesión. Trazó un plan detallado, hizo inteligencia en diversas sucursales bancarias. Recopiló horarios, movimientos habituales y sistemas de vigilancia.
Cuando se propuso conseguir un arma recurrió a «Toto» Rodríguez. Este era un ladrón poco habilidoso, que había caído en el hospital por un fierrazo que le propinó un almacenero en un intento de robo. Claudio lo había atendido hace un tiempo y conservaba el número de teléfono.
Por una suma razonable Toto le consiguió un viejo revólver. Cuando se lo entregó le preguntó a Claudio:
—¿Sabés tirar?
—No va a hacer falta; es solo para asustar —fue la respuesta de Claudio, que pagó y dio por terminado el dialogo
Otro día fue al barrio de Once, a las casas de artículos para fiestas y disfraces. Revisando los locales encontró una máscara de látex, que imitaba una cara de viejo. Se probó la máscara y parecía realmente un anciano. Ensayó frente al espejo un andar lento y encorvado, para no ser identificado por las cámaras de vigilancia del banco.
Finalmente llegó el día elegido y Claudio se dirigió a concretar el asalto. Todo funcionó de acuerdo a su plan. Logró reducir al personal, ingresar al tesoro con el gerente y llenar una bolsa con dinero suficiente para cumplir sus objetivos. Se retiró con el corazón en la boca. En la calle respiró aliviado y comenzó a pensar en el tratamiento que alejaría su vejez.
Caminó con su máscara, encorvado y con paso cansino, hasta un par de cuadras del banco. Cuando iba a arrojar el revólver en un contenedor de basura, sorpresivamente, escuchó:
—¡Alto, policía!
Se dio vuelta con el arma aun en la mano. Gatilló pero Toto le había vendido una chatarra. No salió ningún tiro y el policía hizo fuego.
Claudio cayó por el certero disparo. En medio del alboroto y el charco de sangre, el policía se acercó, advirtió la máscara y se la quitó. Los asombrados testigos vieron transformar al decrepito anciano en un agradable joven con un gesto tranquilo.
La ambulancia lo llevó a la guardia del Hospital Álvarez, de donde le avisaron a Jorge, que estaba atendiendo un parto. Le costó mucho asimilar el relato del policía y quedó muy abatido. Apenas pudo fue a ver a Claudio. Con sus últimos suspiros, sonriendo le dijo:
—No voy a envejecer— y murió.
En el velorio, Jorge y su esposa no podían creer lo que había pasado. Los amigos y parientes estaban totalmente desconcertados. En el ataúd, Claudio tenía una cara apacible. Con una expresión de desaliento Jorge comentó que, finalmente, Claudio consiguió lo que buscaba: no envejecer.