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La escasez de lobizones



 Hace pocos años decidimos diversificar las actividades económicas de nuestro pequeño establecimiento de campo. La hostería de nuestra granja turística comenzó a prosperar con cada nueva temporada. A los turistas, sobre todo porteños y extranjeros, les encantaba el tradicional ambiente gauchesco y la vista de la inmensa llanura verde donde bostezaban los ombúes y el sol achicharraba las siestas.

A la participación en jineteadas, según la época, se agregaba esquila, ordeñe, yerra y otras actividades rurales. Todo siempre con mate, vino tinto y buen asado.

Pero este rubro de las granjas turísticas se tornaba cada vez más competitivo. Por eso empezamos a analizar el agregado a nuestros servicios de algunas actividades nocturnas, que incorporaran mitos y tradiciones del campo argentino.

Hicimos un repaso por la luz mala, las lechuzas, los lobizones, los fantasmas, la viuda, el chupacabras y otros mitos.

 

La implementación de una puesta en escena de cualquiera de ellos tenía sus problemas. O eran muy breves y un tanto pobres o demasiado complejos. Necesitábamos algo que permitiera un desarrollo argumental a lo largo de la cena. Después de arduas discusiones optamos por los lobizones.

 

El primer problema era conseguir un lobizón. Empezamos por ver la posibilidad de ubicar un séptimo hijo varón, como indican las tradiciones. Según la Encuesta Permanente de Hogares, la proporción de familias con siete hijos era de tres cada diez mil. Teniendo en cuenta que la mitad eran hijas mujeres, la proporción quedaba en poco más de un séptimo hijo varón por cada diez mil familias. Ahora bien, nuestro pueblo más cercano, Valle Triste, tenía unos veinte mil habitantes, o sea unas cinco mil familias. Esto nos indicaba que tal vez fuera difícil conseguir nuestro objetivo por estos lugares.

 

Decidimos poner un aviso en La Gaceta de Valle Triste con el texto “Séptimo hijo varón, adulto, se necesita para actividad turística. Imprescindible residir en la zona. Dirigirse por carta a la redacción de este periódico.”.

Esperamos unos días sin que nadie se presentara. Reiteramos el aviso y también lo hicimos propalar por la radio “FM Sonido Pampeano”.

Finalmente, ante la ausencia de lobizones locales, decidimos usar un actor. De todos modos, los turistas solo buscaban entretenimiento y se obtendría el mismo efecto.

 

A través de unos amigos, conseguimos contratar para el papel a Mariano, el menor de los cinco hijos de Don Anselmo. Le dimos material en libros y videos sobre el tema y comenzamos a armar un guión de nuestro espectáculo mitológico nocturno.

Simultáneamente definimos el disfraz. Unos guantes de cuero dados vuelta, con el pelaje hacia afuera y una máscara con colmillos de plástico. Completamos con un traje de piel que le encargamos a una costurera amiga. Por supuesto comprometimos a todos los involucrados en mantener el secreto. Hicimos una cantidad de ensayos, hasta quedar satisfechos.

 

La noche del estreno, durante el asado al aire libre, comentamos la existencia de los lobizones, tratando de despertar la intriga en los huéspedes. Hicimos un relato histórico, con la evolución de las creencias en hombres lobo, desde la antigüedad europea hasta nuestro presente argentino. Contamos algunos casos concretos que habían aparecido en los diarios. Juan había armado un álbum con recortes sobre el tema, que pasaba de mano en mano.

Entre murmullos y sonrisas incrédulas, el más interesado resultó ser un norteamericano grandote, de nombre Bobby, ex marine, que nos había contado, en spanglish y con mímica, historias de su participación en guerras del Medio Oriente. El gringo, muy histriónico y algo bebido, entretuvo a todos con sus hazañas en los Marine Corps.

Luego tuvimos la guitarreada. Habíamos previsto que, después de un rato, Mariano se mostrara a lo lejos, aullando y gruñendo. Como si fueran cómplices de la ficción, los perros de la granja ladraban y bufaban. Todo esto produjo un gran impacto. Algunos turistas se asustaron. Otros tenían una risita nerviosa. Como estaba planeado, el asador sacó un revolver de juguete y comenzó a los gritos.

     —¡Quédense tranquilos; si se acerca le disparo! ¡Tengo balas de plata bendecidas por el cura!

Los huéspedes se calmaron. Sorpresivamente, Bobby, que le había dado fuerte al tinto, corrió hacia Mariano gritando como un desaforado.

I’ll catch the wolf man!  Son of a bitch! I’ll catch the wolf man!

El yanqui derribó a Mariano que tuvo que defenderse con uñas y dientes y salir corriendo. El gringo se desmayó. Lo entramos a la hostería y llamamos al médico.

 El doctor Sobral revisó a Bobby, evaluó las mordeduras en el brazo y diagnosticó.

Mordidas de perro grande. Hay que darle suero antitetánico y antirrábico.

Le explicamos al médico la ficción y que el americano se la había creído. Sin hacer caso de nuestro relato y del engaño Sobral emitió con seriedad su dictamen.

Es obvio, estaba cantado; Mariano es séptimo hijo varón.

Le respondimos a coro.

Pero Sobral, Don Anselmo tiene cinco hijos.

Claro. Tiene cinco hijos con doña Laura y dos con su amante, la Eulogia. No me lo van a decir a mí. Yo los traje a todos al mundo.


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Con sorpresa recibí el mail y la invitación que copio aquí. Este cuento había recibido una mención en ese concurso internacional al que se presentaron 470 trabajos de Argentina, Bélgica, Brasil, California, Colombia, Chile, Cuba, E.E.U.U, Ecuador, España, Francia, Guatemala, Honduras, Italia, México, Miami, Panamá, Perú, Portugal, Puerto Rico, Reino Unido, Uruguay, Venezuela.

Bienvenido el reconocimiento.



Algunos fotos del acto de entrega de diploma en el anexo del Parlamento del Uruguay. Agradezco a Jack "Yaco" Couriel que me representó en el acto.


 

 


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