Salgo del bar donde leí el periódico, mientras tomaba un café. Desde que me caí y me fracturé las piernas, mi rutina va del bar a casa, del periódico a la televisión. Del café al mate, ida y vuelta, tendré que esperar pacientemente que se suelden los huesos.
Con mis muletas y vendas espero con calma para cruzar la calle. Hay mucho tráfico. Es una esquina sin semáforo y no quiero correr riesgos. Cerca, un hombre mayor, acompañado por una mujer joven, también se arrima a la acera. El hombre va murmurando frases incomprensibles. Ella lo toma suavemente del brazo. Supongo que se trata de su hija.
Sorpresivamente
el anciano, con la mirada perdida, se detiene enfrente de mí y exclama:
—¡Perdón por favor! ¡Perdón por
favor!
Por
un instante me gana el desconcierto. Asombrado le respondo:
—No le entiendo; usted no me
hizo nada.
—¡Yo lo atropellé con el auto y
me escapé! ¡No tengo perdón!
—Está equivocado; yo tropecé y
me caí en una escalera.
El desconocido, como enajenado, solloza y me grita:
— ¡No, no,
no! ¡Lo
atropellé y me escapé! ¡Perdóneme por favor!
Ante
mi aturdimiento, la mujer que lo acompaña me explica:
— Hace muchos años atropelló con
el auto a una persona que murió. Estuvo preso y desde entonces no volvió a
conducir. Quedó desequilibrado. A cada uno que ve vendado y con muletas le pide
perdón, fantaseando con que aquella persona no murió. Es su forma de intentar revertir
la muerte y calmar su culpa. Yo soy su acompañante terapéutica y no lo debo
descuidar.
Mientras
ella me explica, el trastornado sigue hablando solo y se arroja delante de un automóvil
que lo embiste. Queda tirado en medio de
la calle, con la cabeza en un enorme charco de sangre.
La
mujer, fuera de control, se abalanza sobre él y comienza a gritar desesperada:
— ¡Perdón por favor!¡Perdón por favor!
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Este microcuento fue seleccionado a partir de un concurso e incluido en una revista digital.