Durante la dictadura, cuando me fui de la universidad pública, trabajé en la actividad privada. Desde pocos meses después del golpe de estado hasta la época de la guerra de Malvinas estuve en una empresa contratista de obras públicas. Era una de las llamadas “las cinco grandes”.
Se rumoreaba que se repartían las licitaciones y, por supuesto, manejaban la corrupción de algunos militares en ese rubro. Trabajábamos frente al Teatro Colón, en un cuarto piso con alrededor de ciento cincuenta técnicos. En las obras había más de tres mil operarios. Yo estaba a cargo del procesamiento informático de datos para generar las ofertas en las licitaciones.
En cierta época mi jefe era el gerente comercial. Don Enrique, un poco mayor que yo, era agrimensor. Era muy gordo, adicto a la comida, al trabajo, al café y a las aspirinas. Tenía una secretaria, de nombre Rosita, que cada par de horas cumplía el ritual de llevarle un café con dos aspirinas.
Entre otros trabajos el sector de cómputos emitía los certificados de obra con los cuales la empresa le cobraba al estado por la realización de las obras públicas. Estos certificados solían tener varios cientos de renglones con los detalles de los trabajos realizados por la empresa. Una vez le propuse a Don Enrique unas mejoras para que los certificados fueran más claros y transparentes para el que los tuviera que leer. Me congeló con una frase.
—¿A usted quien le dijo que ser "más claro y transparente" es más conveniente para la empresa?
Don Enrique manejaba hábilmente la relación con militares que "facilitaban" las cosas para la empresa. Él era muy amable, enviciado con su tarea y con un gran sentido del humor y la ironía.
Yo,
a veces, llegaba tarde. Él me decía que así no iba a progresar. ¡Qué clarividencia! No progresé. Para distender yo solía responder que, para
compensar la llegada tarde, me iba temprano. Se reía y me miraba de reojo. Me
tenía simpatía y me provocaba sensaciones encontradas. Charlábamos mucho, evitando la política que podía ser letal. Tanto que un día me animé a contarle un sueño terrible que había tenido.
En el sueño yo me arrimaba a su asiento, desde atrás, y le hundía un puñal
hasta el mango en su cabeza. Escuchó el relato sin pestañear y dijo “Qué cosa. No lo veo haciendo eso”,
con una sonrisa.
El
precio final de las ofertas de licitación se fijaba la noche anterior a la
apertura de sobres. Esa noche había
cabildeos entre los directivos de “las
cinco grandes”. Muchas veces se pedía pizza en la oficina. Otras, Don Enrique me
invitaba a un restaurante cercano.
Él era un tipo muy ameno, curioso y con múltiples intereses. Frecuentemente me preguntaba por mis inquietudes personales. Siempre mis temas rondaban las ciencias exactas, ya que en esa época, no se podía hablar de política, que era mi otro interés permanente.
Un día se apareció con diagramas y fórmulas manuscritos por él, acerca de
un tema de la cena del día anterior. Contento como un chico me regaló sus
manuscritos.
En
esa época, con mi esposa alquilábamos un departamento de dos ambientes en un
lindo edificio. Tenía una gran terraza para que jueguen las mellizas, que andaban por los cinco años. El
dormitorio era para ellas. Cuando recién nos estábamos instalando, un
domingo a la mañana tocó timbre Don Enrique. Nosotros dormíamos en el suelo en el
living-comedor.
Saltamos
e hicimos un ovillo con nuestra ropa de cama, que tiramos en el dormitorio de
las nenas, y lo atendí. Había venido por
una de sus obsesiones con el trabajo. Estuvo un rato, tomó un café y se fue.
Por
Rosita supe que Don Enrique vivía en un barrio acomodado del norte de la ciudad y
tenía un enorme automóvil lujoso con cambios automáticos, que en aquella época
no era muy usual y valía una fortuna. La secretaria también me contó que un día
se cansó de manejar y empezó a ir y volver del trabajo en taxi. En general, Don Enrique
era el primero en llegar y el último en irse.
El
coche lo dejó abandonado en la puerta de su casa y, con los años, se fue
deteriorando y cubriendo de mugre. Nunca más lo utilizó. No había que ser
psicólogo para adivinar una mente torturada y una evasión a través del trabajo.
Adicciones y evasión. Las conversaciones eran su máscara.
Un
día Rosita estaba llorando y le pregunté qué le pasaba. Me explicó que la
empresa había despedido a nuestro jefe. Nunca supe las causas.
Fui
a verlo a su oficina y me paró de lejos diciendo “¡No me diga nada! Usted tenía
razón. No hay que matarse trabajando; nadie se lo va a reconocer”
Yo
permanecí en la empresa poco tiempo más y también fui despedido. Aparentemente,
sobre el final de la dictadura, se perdían los contactos con los militares que
tomaban las decisiones y los negocios con la obra pública declinaban.
Supe por otro compañero de trabajo de nombre Héctor, que lo seguía tratando, que Don Enrique había pasado a trabajar en una empresa pequeña.
Con Héctor trabajamos juntos cinco años. Para dar idea del ambiente que se vivía, recién después de esos cinco años se animó a decirme que tenía un hermano desaparecido. Meses después, por este mismo compañero, me enteré que Don Enrique
se había suicidado. Finalmente logró evadirse del todo.
