Buenos Aires soporta el bochorno del verano y la noche amortigua el agobio. Con Ana habíamos disfrutado de una de las pocas obras de teatro que están en cartel en esta temporada. A la salida buscamos algún lugar para comer una buena pizza. La calle Corrientes era un hervidero de gente. Las pizzerías tenían todas las mesas ocupadas. Caminamos buscando en vano un lugar tranquilo. Así llegamos hasta el estacionamiento, debajo de la avenida 9 de Julio. Nos subimos al auto y decidimos buscar por Rivadavia, en Flores, cerca de casa. Volvimos por la avenida Independencia y, un poco antes de Carabobo, nos pasamos a Rivadavia.
En Flores las pizzerías también estaban de bote en bote. En ese momento recordé el bar La Farmacia, en Directorio y Rivera Indarte. Fuimos hacia allá y vimos que tenía un ambiente apacible y había una mesa libre.
Este lugar había sido declarado “bar notable” por el Gobierno porteño. Está ambientado con los muebles y frascos de la farmacia que ocupó ese local durante muchos años. Adentro hay una tranquilidad que invita a relajarse. La vista de la calle se cuela por debajo de las cortinitas de lienzo con puntillas. Cada tanto levanto la vista y recorro el mostrador, la abundante carpintería de época, los carteles y las estanterías. En un rincón, me sonríe la cabeza de Geniol, llena de clavos y tornillos, que se usaba como publicidad. Recuerdo que ese analgésico, hace muchos años, se elaboraba a la vuelta de mi escuela primaria. Ahora ocupa el terreno de esa fábrica una institución educativa.
Los chicos del barrio íbamos a buscar la programación de los campeonatos de fútbol, que Geniol nos regalaba como propaganda.
Como siempre, observo los tarros de porcelana y los frascos color caramelo con tapón de vidrio esmerilado, recuerdos de cuando el local era farmacia. Repaso las etiquetas con nombres de sustancias que me hacen recordar mis épocas de estudiante de química. Colgados del techo unos viejos faroles de querosén me traen a la memoria los campamentos con compañeros de estudios de esa misma época.
Ya teníamos mucha hambre y la pizza estaba muy rica. Si bien la concurrencia era numerosa, no gritaban. Esto hacía el ambiente mas agradable e invitaba a demorarse.
Súbitamente Ana no se sintió bien. Estaba levemente mareada. Ya era tarde y decidimos ir a casa. Paré el auto frente a nuestro edificio. Iba a esperar, con el motor en marcha, hasta que Ana entrara y luego llevar el auto al garaje, a la vuelta de la esquina.
Me preocupó la presencia de un cartonero con su carro al lado de la entrada. Siempre desconfié de los cartoneros. Había escuchado muchos relatos de delincuentes que se disfrazaban de cartoneros o de recolectores para cometer delitos. Éste tenía un aspecto siniestro. Era un morocho de apariencia muy desprolija y nos observaba de reojo con una mirada inquietante. Dado el riesgo, decidí vigilar atentamente por cualquier eventualidad, ya que Ana caminaba insegura. No quería que el individuo aprovechara su inestabilidad de algún modo. Me puse muy nervioso cuando el tipo se acercó a hablarle. Me pareció que era una situación muy peligrosa. Recordé que en la guantera tenía unos cubiertos para asado. Saqué uno de los cuchillos y me lo puse en el bolsillo. Tenía que estar preparado para cualquier cosa.
Ya me estaba bajando del coche para auxiliarla cuando Ana entró al edificio y me hizo señas, detrás de la puerta de vidrio, dando a entender que estaba todo bien.
Con la adrenalina al tope llevé el auto al estacionamiento y volví caminando. Estaba muy ansioso e intranquilo pensando en encontrarme con el cartonero.
Cuando me acercaba a la puerta del edificio no se veían rastros del tipo. Miré alrededor y el individuo no estaba a la vista.
Entré al edificio y cuando llegué al departamento le pregunté a Ana como estaba. Me respondió que el malestar se estaba yendo.
Inquieto traté de saber que le había dicho el cartonero. Me contó que se arrimó y le dijo que no se asustara. Parece que se acercó porque la veía mareada e inestable y le ofreció un poco de agua. También quiso ayudarla y le propuso llamarme para asistirla o prestarle el celular si quería llamar a alguien. Había sido muy amable y solidario.
Contrariado por lo inesperado del relato, me quedé abstraído pensando en el episodio del cartonero y mi perspectiva. Ana estaba guardando mi saco en el placar y me preguntó:
—¿Cómo vino a parar el cuchillo de asado a tu bolsillo?
— No me acuerdo.
—¡Que despistado sos! ¿Querés un cafecito?
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Texto y relato: © 2019 Germán Krebs
Títeres, imágenes, edición y la voz de Ana: ©2021 Patricia Krebs
La primer versión de este video fue presentada en forma conjunta al 11° Premio Itaú en la categoría Cuento Digital. Fuimos preseleccionados dentro del 5% de un total de más de 4000 (cuatro mil) producciones presentadas. Los comentarios del jurado fueron:
"La narración en primera persona, apacible y detallada, logra comunicar esa mirada prejuiciosa y condenatoria de la gente acomodada. Además de una ejecución bellísima en lo visual, el cuento exuda la magia de un tiempo pasado, en cada detalle y emoción."
Aquí pueden ver el video.
