Estoy caminando. Durante la cuarentena mi territorio cotidiano se ha reducido al departamento. Por mi edad y dolencias soy persona «de riesgo». Como los agentes secretos, pero sin protección de ningún servicio de inteligencia.
En este mundo de algunas decenas de metros cuadrados transcurre la mayor parte de mi vida. Las excepcionales salidas son en condiciones indignas. Barbijo y antiparras nos dan un aire de superhéroes, pero sin la grandeza y las hazañas de las historietas.
La parte exterior, el aire ¿libre? es el balcón. Tiene alrededor de diez metros de largo por dos de ancho en un segundo piso sobre una importante avenida. Es una arteria de entrada y salida a la ciudad, con tráfico muy intenso, en especial de camiones. Excepto a la madrugada y en los feriados el ruido es ensordecedor. De todos modos, es una vista más abierta a la ciudad y su vida. El balcón es mi lugar de caminata terapéutica diaria de media hora. Doscientas recorridas, dos kilómetros. Mi modelo es el león enjaulado. La única ventaja respecto a la calle es que puedo respirar sin el barbijo. No es poco.
Este lugar es un territorio en disputa. Si bien tengo un título de propiedad, hay individuos que no lo respetan. Hormigas, cucarachas, abejas, avispas y aves suelen desafiar mis derechos. A los insectos les damos su dosis de veneno y los mantenemos a raya. Pero las palomas y torcazas son enemigos temibles. Para colmo hay vecinos traidores a la humanidad que las alientan con premios comestibles.
Estas aves desvergonzadas han desarrollado una gran habilidad para eludirnos y mantenernos a un trecho prudencial. Si embargo, su curiosidad las hace volver. Siempre se mantienen a una distancia que les permite remontar vuelo si me acerco. En mi ausencia sobrevuelan mi territorio y, lo peor, bombardean con municiones que prefiero no describir para no herir susceptibilidades. Logro en general que se mantengan fuera del balcón con ruidos, gritos y aspavientos diversos.
Les informo de importantes descubrimientos que hice recientemente. En estos últimos días he observado un fenómeno curioso. Una torcaza se instala en un cable de los servicios de televisión a menos de dos metros de la baranda, pero fuera de mi alcance. Todos los días me mira caminar ida y vuelta con una actitud de espectador de tenis. Aparenta una cierta piedad en su mirada. Debe considerar que estoy enjaulado en el balcón. Pero no me dejaré engañar por sus gestos condescendientes. También su mirada es burlona de mi imposibilidad de volar. Ésta es una lucha sin cuartel por el territorio. A lo sumo consideraré al cable como zona desmilitarizada. Estamos en un alto al fuego que será, como siempre, inestable.
Parece que la torcaza me considera interesante, dado que dispone de libertad de volar y elegir donde detenerse. Cuando hago algún sonido mueve la cabeza. Tal vez le interesa vincularse conmigo.
Ha pasado un tiempo. Tengo malas noticias. Veo que la torcaza no vuelve. Supongo que le ha pasado algo. No puedo aceptar que yo le haya dejado de interesar. Tal vez esté intentando relacionarse con otra persona. Esto último me desilusionaría seriamente. No me parece correcto que abandone nuestra relación así no más, aunque sea conflictiva. Además ha traicionado el armisticio y bombardea en mi ausencia. Evidentemente no se puede confiar en las torcazas. Sigo caminando.
