La bichera y la pandemia

 Nuestras amigas, Connie y Ana, tenían dos perritos y un gato. Una caniche toy de nombre Josefina y un perro “marca perro” de nombre Negrito. El hermoso gato se llamaba Chegue, en referencia al Che Guevara.

Como tienen una casa con mucho terreno, en una zona suburbana, también hay mucho bicherío.

Dio la mala suerte que el Negrito tuviera una bichera. Para los que saben de veterinaria es una miasis producida por moscas que depositan sus huevos en una herida del animal. Luego salen las larvas que lo parasitan y se alimentan de él. Como Ana es médica, encaró el tratamiento. Nosotros estábamos de visita y me tocó hacer de asistente.

El Negrito se dejó recostar de un lado y se portaba como un santo. Dentro de la herida, debajo del cuero, tenía una legión de gusanos. Yo lo calmaba mientras Ana extraía las larvas, una por una, con unas pinzas. Había que hurgar bajo la piel del Negrito y sacar los gusanos enteros, tratando de no romperlos, para evitar infecciones.

Después de un rato largo, Ana se propuso un pequeño descanso y yo ofrecí reemplazarla un poco. Una experiencia desagradable que nunca olvidaré. Ana retomó la tarea, extrajo hasta el último gusano y aplicó el medicamento. 

Mientras tanto, Josefina observaba a distancia, tratando de pasar desapercibida. Seguramente estaba preocupada de que no le fuera a pasar lo mismo que al Negrito. 

El Chegue también parecía tener una pequeña bichera. Él, en cambio, fue más allá. Cuando vio el panorama se alejó más. Se fue con tanto impulso que no apareció nunca más, seguramente espantado por la escena. Tiempo después se supo que apareció muerto en el barrio.

Esta anécdota me volvió a la memoria durante la pandemia. El Chegue no podía razonar que estaban curando al Negrito. Actuó por impulso y temor al tratamiento que lo habría salvado. Me acordé por la cantidad de personas que actuaron irreflexivamente frente a las vacunas que les habrían salvado la vida.