No sé si tiene sentido escribir este relato autobiográfico. Seguramente es muy poco significativo si se lo compara con lo que describen quienes sobrevivieron con muchas secuelas o, peor aún, con lo que deben sentir los familiares de quienes murieron ahí. Pero tengo la necesidad de compartir lo que para mí fue el comienzo de un profundo rechazo a la violencia de las armas, un episodio de enorme dolor, temor y confusión.
Yo tenía 7 años y mi único hermano 17. No recuerdo por qué yo no había ido al colegio. Mi hermano sí, como todos los días, había ido muy temprano al Colegio Otto Krause donde cursaba quinto o sexto año. Iba en tren hasta Retiro, porque vivíamos a menos de tres cuadras de la estación Colegiales. Supongo que desde allí caminaba hasta el colegio. Éramos una familia de comerciantes de clase media que había empezado a mejorar su economía algo después de mi nacimiento, pero sufría las consecuencias de una operación cruenta y cara, pero muy exitosa, que había salvado la vida de mi papá cinco años antes.
Alquilábamos una vieja casa chorizo de esas que quedaban después de dividir un lote en varias viviendas. En algún momento sentí ruido y sobre el rectángulo de cielo de uno de los patios podía (y aún puedo) ver pasar aviones que iban y venían haciendo mucho ruido y me asustaban. Mi mamá que estaba en el negocio, también se alarmó y prendió la radio donde gritaban exaltados algo sobre bombas sobre la Plaza de Mayo. Creo que era Radio Colonia, profundamente opositora al gobierno argentino, donde el locutor alababa el bombardeo “liberador”. Entonces mi mamá empezó a gritar descontrolada: “el nene, el nene”… Ese fue el segundo recuerdo que tengo de un hecho de violencia, pero éste era incomprensible. Hasta ese momento, lo único violento en mi casa había sido el cáncer que había dado vuelta todo y había provocado un inmenso terror a la muerte, que, sin embargo, había sido combatida y derrotada porque mi papá había sobrevivido gracias a la ciencia médica. Y vivió 50 años más.
A partir de ahí mis recuerdos son horribles. Mamá gritando, papá llorando en silencio, la jovencita que me cuidaba sentada en la cocina lloriqueando y yo… sin entender nada, aterrada, llorando por mera solidaridad. El pánico y los aviones que no dejaban de pasar sobre nosotros (ahora sé que iban y venían desde y hacia el Aeroparque no muy lejano), empujó a mamá a la calle y desde allí hasta la estación de trenes, donde esperaba encontrar a mi hermano volviendo a salvo del colegio. No se cuántas veces fue y volvió corriendo. No recuerdo las escenas con claridad. Pero mientras escribo siento la misma sensación de desprotección, impotencia y angustia que sentí en esos momentos.
Finalmente, mucho después llegó mi hermano, a quien habían dejado salir cuando empezó el bombardeo (aún me asombra la imprudencia casi criminal de ese gesto de las autoridades del colegio), y había caminado con varios compañeros hacia el lado opuesto y desde allí hasta sus casas.
Algo después, no puedo precisar cuándo, fuimos a ver los destrozos que “habían sido el preámbulo de la destitución del tirano”. Y sí, vimos enormes agujeros de metralla en las columnas de la recova de Paseo Colón, muy cerca del colegio de mi hermano. Porque habían ametrallado a mansalva… sobre edificios y negocios, sobre gente circulando… También vimos las estatuas que adornaban el edificio que actualmente es la Facultad de Ingeniería de la UBA, destrozadas sobre la escalinata. No sé y no me atreví nunca a averiguar si hubo alumnos heridos. Sé que la masacre fue al mediodía y que en ese horario entraban y salían cientos de chicos que iban al industrial y al Nacional Buenos Aires donde después estudié yo. Y sus docentes. Y comerciantes. Y empleados de los edificios públicos. Y…
Finalmente, recuerdo un hermoso día de sol, en setiembre, antes del Día de la Primavera. Poco después, yo iba a actuar en el acto del colegio como el “enanito Primavera” que iba despertando flores, pájaros y otros animales para iniciar esa hermosa época del año. Pero ese día fuimos a “festejar” el regreso de la libertad” presenciando un larguísimo desfile militar. El sol hacía arder mis mejillas (después se comprobó que hizo erupcionar un sarampión que impidió mi actuación). Pero lo que más recuerdo es el terror que sentí cuando aparecieron hombres desfilando con armas largas, tanques, y aviones, muchos aviones, tremendamente ruidosos, violentos, agresivos, igualitos a los que nos habían hecho llorar no hacía mucho tiempo. Y ese momento fue muy confuso… ¿Por qué la gente vivaba a esos aviones terroríficos? ¿Por qué mi familia festejaba? ¿Qué festejaban todos? ¿Las bombas sobre la gente indefensa? ¿Sobre los chicos? ¿Por poco… sobre mi hermano?
Nunca pude entender ese momento. No puedo entender la muerte como medio para lograr un fin que no sea salvar vidas. ¿Qué vida salvaron esas bombas? ¿Con qué motivo se puede ametrallar gente indefensa?
Desde entonces mi odio, mi miedo, mi rechazo a las armas. Mis nietos lo saben. Y lo respetan.
Desde entonces mi confusión y mi terror ante la violencia sobre el desamparado.
Ahora, ustedes lo saben también.
