En Montevideo, transcurrió un día agobiante de verano. Al anochecer salimos todos de las cuevas a respirar. Fuimos a la rambla costanera. La brisa del río –que los montevideanos llaman mar- apenas amortigua el ahogo. La familia –mi madre, el viejo, mi hermana- recorríamos el collar de luces de faroles callejeros y ventanas en los altos edificios. Tenía una mezcla de placidez y fastidio. Como un casi adolescente, me irritaba salir con la familia. Pero un agradable –a mi pesar- asombro me invadió por compartir en familia, sin discusiones, lo que no era muy frecuente.
Mucha gente en los balcones, tratando de refrescarse. En uno de ellos un grupo grande conversando. Es una reunión, parece una fiesta.
—¡Calláte, animal! ¡Estamos en un velorio!
Tratamos de alejarnos rápidamente. En la vuelta a casa nos costó romper el silencio.
El otro papelón, más o menos en la misma época, lo protagonicé yo. Mi padre adoptivo, mi viejo, era de familia católica. Yo adquirí, a través de mi madre, algunas tradiciones judías. Un día, el viejo me preguntó si quería acompañarlo a la iglesia. Como en casa no había prejuicios religiosos lo acompañe con todo gusto. Él, que era tenor lírico, tenía como changa cantar el Ave María en los casamientos. Cuando llegamos a la entrada de la iglesia me dijo que buscara un asiento y él se fue a la parte alta, donde estaba el órgano.
Yo nunca había ido a una ceremonia de casamiento. Ingresé por la alfombra roja y a poco de entrar me empezaron a hacer señas y chistarme. Yo no entendía nada. De repente comprendí que debía salirme de la alfombra y sentarme. Pero el camino estaba obstruido por unas cadenitas o cordones y guirnaldas que cortaban el paso. Por suerte, una señora se apiadó de mí, levanto las guirnaldas y me hizo pasar para que me siente. A los pocos segundos comenzó la música y entraron la novia y el padrino por la alfombra.
