| El viejo y gordo gusano metálico nos comió en Flores, como todos los días y, después de recorrer gran parte de su guarida, me escupió resoplando en Congreso. | |
| Caminé las ocho cuadras por Callao cruzándome con otros bostezantes como yo. Como siempre pasé por la esquina de Viamonte, con aquel edificio que fue del Batallón 601, que no me permitía olvidar la dictadura. | |
| Por suerte, en esa fría mañana otoñal me distraían las bandadas de palomas en el amanecer porteño. | |
| Llegué al portón de la calle Paraguay, invariablemente cerrado antes de las ocho, toqué timbre y, como era usual, me saludó el hombre de vigilancia. | |
Pero seguramente ese día habría problema.
Hacía poco había cambiado el gobierno. Gran parte de la población había votado a sus enemigos neoliberales. Cosas que pasan. Teníamos un nuevo ministro que, en su primer discurso, nos habló de su familia y de sus amigos, más que de la temática propia del ministerio. Después supimos que su principal negocio era exportar frutas y verduras. Era comprensible que dijera “cualquier verdura” o “mandara fruta”.
El día anterior el director de la oficina me comunicó que estaba despedido. Pregunté por qué y me respondió “por no cumplir el horario”. Cuando salí del asombro le dije que el conocía que no era cierto. Durante dieciséis años había trabajado intensamente, con distintos gobiernos. Solía ser el primero en llegar y abrir la oficina. Se encogió de hombros y señalando con el índice hacia arriba respondió “ellos dicen eso”. Le recordé que él sabía que no era así y repitió sus gestos. Le di mis opiniones sobre su persona y salí de su despacho. Una compañera contemplaba la escena boquiabierta.
Pero eso fue el día anterior. Éste era el último día. Abrí la oficina como siempre y junté mis cosas. Esperé un rato para tomar aliento. Me saludaron algunos compañeros, tempraneros como yo, y me fui. A pesar de mi fastidio no quiero mencionar el nombre de ese director, un oscuro cagatintas servil del poder de turno que, aunque posaba de santurrón, tenía de apellido Pagano. No merece ni siquiera que publiquemos su identidad.
No quiero terminar sin dedicar este relato a la salud del ministro, hoy en día precaria, que me despidió. Por supuesto, recordando que la piedad no implica el perdón.



