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Corleone

 A partir de los primeros años del siglo comenzamos a tener algunos ministros profesionales, bien intencionados, progresistas y preocupados por la mejora de la educación. Hubo avances y los numerosos profesionales que trabajábamos en el ministerio entramos en una etapa de prudente optimismo y trabajo modestamente productivo.

A muchos o, tal vez a algunos, no nos gusta este modelo de educación basado en paradigmas burocráticos, conservadores, competitivos y productivistas. Sólo ciertos docentes logran, a escondidas del sistema, que los alumnos se vinculen con la realidad de otra forma, más allá de los ejercicios estereotipados y de datos que se pueden encontrar en libros o en Internet. Sabiendo del poco eco que las propuestas de cambios más profundos tendrían, nos conformamos con aportar lealmente a un esquema más inclusivo y equitativo dentro de «lo que hay».

Todas las mañanas, entrábamos al ministerio a través de un gran patio. Yo era de los primeros en llegar. Solía encontrar gente de mantenimiento por el camino. A veces el ministro, al que la gente se refería por el nombre de pila, Alberto, entraba con su auto y descargaba carpetas y papeles con los que seguramente había trasnochado. Siempre nos saludábamos amablemente, aunque él nunca supo quién era yo.

En ese patio deambulaba habitualmente un grupo grande de gatos. Solían acercarse a husmear y curiosear. Supuestamente esperaban algún alimento o, simplemente, vincularse con nosotros. Es así que algunos les dábamos buen trato y, a veces, una pizca de comida. Entre los gatos se destacaba uno, corpulento, blanco, beige y negro que se paseaba y pavoneaba como capo de la banda gatuna. Lo cierto es que reconocía a los humanos amigos y se acercaba a saludarnos dejándose acariciar con la dignidad de quien se sabe un jefe y un líder. Llevaba en su piel las cicatrices de sus batallas, todas ganadas. Por su actitud en la pandilla de gatos lo bautizamos Corleone.




En la época que relato comenzó un chismorreo sobre estos gatos. Los mininos pululaban por todos los espacios abiertos o de circulación. Una parte del personal sentíamos simpatía por los felinos, disimulando algún presente oloroso que dejaban en pasillos o escaleras. Algunos de mantenimiento decían que mantenían a raya la población de ratas. Varias señoras se quejaban del aroma en determinados rincones, con un característico frunce de nariz. El runrún había crecido y se rumoreaba que se tomarían medidas. Los gatófilos supusimos que serían instrucciones al personal de limpieza.


Empezaron a crecer chismes sobre hacer algo para resolver la cuestión de los gatos. Sabiendo esto y, desconfiando de la forma en que se solían cumplir las directivas, algunos se decidieron a poner gatos a salvo. Una de nuestras compañeras, Betty, decidió llevarse a Corleone y salvarlo de una posible solución final. A ella, aparte de los gatos, le gustaba la literatura y tenia un gran sentido del humor. Concretó el salvataje con la ayuda de otra colega, Claudia. Salvado de la erradicación, Corleone aterrizó en casa de Betty.

Un lunes los gatos no estaban. En el ministerio unos pocos cuchicheamos algunos días sobre el tema y luego nada; los gatos fueron desaparecidos.


Algunos trascendidos sobre la forma en que se masacraron los gatos que no se llegaron a salvar fueron lamentables. Era tan vergonzante que todos preferimos silenciar y olvidar. Los gatos, sin proponérselo, fueron un analizador de parte de nuestra cultura y educación. Quedaron a la vista la variedad de actitudes de conmoción, indiferencia o tácita aprobación que tuvimos.

Algunos dirían: «Sólo son unos gatos ¿Por qué tanto lío?». Creo que el tema no eran unos gatos sino lo que se reflejó de nosotros mismos.

A los gatos les cayó encima todo el peso del poder desaparecedor a pesar de una ley sobre los derechos de las personas no humanas. Pensando que estábamos en el organismo rector de la educación, me despertaba dudas sobre los valores que sustentábamos en nuestro colectivo de trabajo. Genera preguntas estremecedoras sobre nuestro humanitarismo y compasión. Me hace pensar sobre cómo abordamos la gestión de grupos y nos disponemos frente a la autonomía y la rebeldía, en especial cuando desafía nuestro control. También me cuestiono cuánto hemos avanzado desde la Edad Media. Por suerte y desgracia, los niños son más domesticables que los gatos. El castigo a la autonomía, la franqueza y la espontaneidad, en ese caso, es más sutil.

Luego de un proceso de adaptación, Corleone se avino a reemplazar sus numerosos esbirros por su única súbdita, humana en este caso. Cambió los espacios del ministerio por el sofá de Betty y se dispuso a disfrutar de su retiro como capo de mafia gatuno emérito. Por supuesto, a su sufrimiento no tenemos acceso.

Vivió varios años acompañando a Betty y se fue al paraíso que, como todos saben, es compartido por todas las especies. Allí lo siguió ella poco después. Ambos dejan recuerdos imborrables entre sus compañeros y amigos más cercanos.

Pasados unos años, al promediar el segundo decenio cambió la orientación política del gobierno y por consiguiente del ministerio. El tema de los gatos había pasado a la historia. Ahora, con la derecha en el gobierno, se produjo otra exclusión del ministerio. Esta vez de humanos. Cientos de personas con añares de trabajo honesto pero desamaestrados fuimos excluidos por prescindibles. Tuvimos más suerte que los gatos. Queda feo desaparecer gente, ya no se usa, está demodé.


El relato en la voz de Claudia Zysman:       



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