El señor Bradford
Era una noche oscura y silenciosa, y la luz de la luna bañaba el viejo caserón donde vivía el señor Bradford. Dentro de la casa, el señor Bradford se encontraba sentado en su estudio, rodeado de sus libros y sus experimentos científicos.
De repente, oyó un sonido extraño que provenía de la esquina de la habitación. Era un ruido suave pero inquietante, como si algo estuviera arrastrándose en la oscuridad. El señor Bradford se levantó de su silla y se acercó al rincón para investigar.
Allí encontró a una enorme tarántula negra, con sus patas peludas y sus ocho ojos brillantes. El señor Bradford no podía creer lo que veía, y sintió un escalofrío recorriendo su espina dorsal. Pero en lugar de tener miedo, se sintió fascinado por la criatura.
La tarántula empezó a moverse lentamente hacia el señor Bradford, como si quisiera comunicarse con él. Y de repente, el señor Bradford se dio cuenta de que la tarántula no era un simple animal, sino un ser inteligente y poderoso. Había venido a pedir su ayuda.
El señor Bradford no podía resistirse a la fascinación que sentía por la tarántula, y empezó a hablar con ella. Descubrió que la tarántula era una criatura de otro mundo, y que había llegado a la Tierra para encontrar una solución a un problema grave que amenazaba su hogar. La tarántula estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para salvar su planeta, incluso si eso significaba poner en peligro la vida del señor Bradford.
El señor Bradford estaba conmovido por la determinación de la tarántula y se ofreció a ayudarla en lo que fuera necesario. Pasaron días y noches trabajando juntos, y finalmente, el señor Bradford encontró la solución al problema de la tarántula.
Pero cuando la tarántula se fue, el señor Bradford se sintió vacío y solo. Había dedicado todo su tiempo y energía a ayudar a una criatura que no pertenecía a su mundo, y ahora se sentía perdido y abandonado.
A partir de ese día, el señor Bradford se dedicó a estudiar y a experimentar con nuevas formas de vida, con la esperanza de encontrar una criatura que fuera capaz de llenar el vacío que había dejado la tarántula. Pero nunca volvió a encontrar una criatura tan fascinante y misteriosa como ella.
Epílogo - 1 (2 de abril de 2023)
Hasta aquí el cuento. Más inquietante que el cuento es como se escribió. "Se escribió" porque no lo ha escrito ninguna persona. Lo escribió una inteligencia artificial en pocos segundos con la siguiente consigna que le proporcioné:
"Escríbeme un cuento con una tarantula al estilo de Poe"
La tarántula en la lámpara
En el año sombrío de 18—, tras la trágica muerte de mi adorada esposa Leonora, decidí refugiarme en la decrepitud de una mansión heredada, en los páramos olvidados de Arkham. Aquella casa de arquitectura gótica, con su torre torcida y sus ventanales clausurados por el polvo de los siglos, parecía un ataúd erguido hacia el cielo. Y sin embargo, en su opresiva inmovilidad hallé el único consuelo posible: el del silencio.
Vivía solo, salvo por la compañía de un viejo criado mudo —y acaso loco— llamado Efraín, y de los recuerdos que caminaban por los corredores con pasos que yo ya no me atrevía a seguir. Pero lo que me incita hoy a escribir esta confesión no es el peso del duelo, sino algo más atroz, más repulsivo y, sin embargo, indeciblemente fascinante.
Todo comenzó con la lámpara.
Era un objeto peculiar, de procedencia oriental, adquirida por Leonora en un viaje a Ceilán. Una estructura metálica de bronce negro, con filigranas de símbolos arcanos que nunca supe descifrar, y un vidrio amarillento que parecía brillar con vida propia incluso cuando no ardía llama alguna en su interior. Ella solía colocarla en la biblioteca, sobre la mesa donde escribía sus cartas perfumadas con verbena.
La lámpara fue encendida por primera vez desde su muerte una noche de diciembre, cuando una extraña melancolía —una suerte de nostalgia por lo aún no vivido— me impulsó a leer los poemas que Leonora había traducido del francés. Fue entonces cuando la vi.
En el interior de la lámpara, atrapada como si fuese parte del cristal o una criatura de otro plano, yacía una tarántula. No una cualquiera, sino una de tamaño descomunal, con un abdomen cubierto de vello violáceo y unos ojos tan negros que parecían pozos sin fondo. Su cuerpo estaba suspendido en la nada, como si habitara dentro de la misma luz.
Al principio creí que era una ilusión óptica, una deformidad del cristal, una mancha... pero luego se movió.
¡Oh, Dios eterno! ¡Cómo se movió! Con lentitud ritual, al compás de mis pensamientos más ocultos, como si respondiera no a la física del mundo sino a los temores que dormían en mi conciencia. Me levanté, apagué la lámpara con un manotazo, y huí de la biblioteca.
Desde entonces, cada noche que encendía la lámpara —por alguna fuerza inexplicable que me impulsaba a hacerlo— la tarántula crecía. Y cada noche parecía saber más de mí. Se movía de una forma casi inquisitiva, y llegué a sentir que me observaba mientras dormía, aunque estuviera encerrada en aquel maldito artefacto.
Consulté grimorios. Interrogué a Efraín por señas. Le mostré la lámpara y él, al verla, se persignó torpemente y no volvió a mirarme a los ojos. Le oí hablar por primera vez una madrugada, en un murmullo apenas audible:
—Ella está esperando... la sustitución...
No entendí, o no quise entender. Pero la lámpara ardía cada vez más brillante. La tarántula comenzaba a susurrar cosas que no eran sonidos, sino pensamientos. Me hablaba de Leonora, de su sangre tibia, de sus sueños de resurrección. Decía conocer el precio de traerla de vuelta.
El séptimo día, la lámpara no necesitó ser encendida. Ardía sola. Efraín desapareció sin dejar rastro, y en su lugar hallé una telaraña tan vasta como una sabana, cubriendo el salón principal. Bajo ella, la lámpara latía como un corazón.
No sé cuánto tiempo ha pasado desde entonces. Vivo con la tarántula ahora. Ella ya no está dentro del vidrio: camina por los muros, a veces entra en mis sueños y otras veces los escribe en las paredes con su hilo negro. Asegura que Leonora está cerca, que pronto vendrá, que sólo debo esperar a la luna llena y abrir la lámpara una vez más.
¿La abriré?
Sí... pero no por deseo. No por amor. Lo haré porque ya no tengo voluntad. La tarántula ya no me observa. Soy yo quien la habita.
Epílogo - 2 (8 de julio de 2025)
Trabajé medio siglo en informática. La tecnología no me asombra. Pero reconozco que este resultado me resulta perturbador. Siento que cuestiona el valor de la creación. Tengo claro que el cuento está "armado" con retazos de frases y copias de estilos.
Aún así, siento que se produce una desvalorización de los trabajos creativos. Sospecho que "el mercado" consumirá cada vez mas estos productos que "se escriben" a un costo mucho menor que el trabajo de las personas.
Como en los viejos relatos se ha despertado el aprendiz de brujo. Los nuevos Frankenstein escriben y pintan.
Me sentaré a pensar. Hasta la próxima.
