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Peronismo asintomático


Soy argentino y nací junto con el primer peronismo. Hijo de alemanes judíos escapados, por un pelito, de la muerte a manos del nazismo. Mi abuela no pudo salvarse y murió asesinada. Me crié con mi madre, que huyó de Berlin con dieciocho años. Su visión política era binaria. Todo lo que no se manifestaba decididamente antinazi era amenazante. No podemos pretender que entendiera el imperialismo o la tercera posición. Todo lo que olía a masas en la calle o militares era terrorífico. Habían asesinado a su madre y sus tíos. Y Perón era un general que movilizaba masas. Para ella, nada más que discutir.

 

Cuando yo andaba por los cinco años, mi madre, que se había separado de mi padre cuando tuve un año, se puso en pareja con un uruguayo. Buen tipo y cantante lírico, rápidamente le coloqué el titulo de “mi viejo”, para distinguirlo del biológico, que designé como “mi padre”.  El viejo era, como la mayoría de los uruguayos, liberal hasta la médula. A lo sumo alguna guiñada a los socialistas. Hasta mis diez años, viví el peronismo con información en contra, pero mi mirada infantil no tenía prejuicios.

 

En esa época ya me llamaban la atención algunas cosas. Había carteles que decían “En la nueva Argentina los únicos privilegiados son los niños”. Tuve que pedir que me explicaran que significaba privilegiado. No me ayudaron a tener un concepto claro. Frente a esas preguntas, en general, los adultos que yo frecuentaba decían “es propaganda”. Yo interpretaba: “ah...como Geniol, Ford o Coca-Cola ¿viste?”.

 

Otra cosa que observé era que el peronismo ponía anuncios llamando a vacunar a los niños para cuidar su salud. Yo iba a un lugar estatal que me daba atención médica integral gratuita, inclusive la odontológica. Para Navidad, en la escuela del barrio se repartían “cajas navideñas” con sidra y cosas ricas. Solo había que arrimarse y retirarla. Se repetía la escena en Reyes, pero con juguetes y, a veces, ¡se podía elegir!

 

La gente empezaba a tomar vacaciones y los bolsillos de familias de laburantes, como la mía, andaban más holgados. Yo conocí el mar en Necochea, por una colonia de vacaciones estatal gratuita. 

Cuando hacía los mandados me llamaba la atención en los billetes la frase “por una nación económicamente libre, socialmente justa y políticamente soberana”. Pedí en casa que me explicaran. ¡Ustedes adivinaron! Me dijeron que era propaganda. A lo diez años yo seguía preguntando y la respuesta todavía era “es propaganda”. No me sirvió mucho para entender.

 

También veía cosas inquietantes del peronismo. Se clausuraban locales comerciales con una faja que decía “Cerrado por agio y especulación”. Pregunté que era eso. Me explicaron que eso pasa cuando quieren vender mas caro que lo que dice el gobierno. No entendí porque eso era malo. Clausuraron el diario La Prensa. Me dijeron que eso le pasaba a los que se llevaban mal con el peronismo. Ahí entendí porque todo eso me lo decían en voz baja.

 

El viejo integraba el coro del Teatro Colón. Era empleado por el estado peronista. No parecía sufrir mucho en su trabajo. Se quejó de que querían que se afiliara al Partido Justicialista y, cuando murió Evita, que llevara una cinta de luto. No hizo ninguna de las dos cosas. Asombrosamente esos malditos no lo echaron. Más aún, le dieron un papel de solista en una ópera en el Teatro Argentino de La Plata. Eran raros los peronistas. Pero claro, en mi círculo se sabía que eran malos y cuando hacían algo bueno era... ¡por propaganda!. 

Lo que no me encajaba era ver las inmensas multitudes que desfilaban y lloraban en el velorio de Evita. ¿Sería que adoraban a una mala persona? Cuando pregunté me explicaron que a "a la gente la llevan, la arrastran". Ahí no me cerraba que lloraran tanto.

 

Poco antes del golpe de estado contra el gobierno de Perón, por circunstancias familiares del viejo, emigramos a Uruguay. Ahí descubrí que ambos países no se llevaban bien. Hubo que hacer muchos trámites clandestinos en consulados uruguayos y compañías extranjeras de aviación para viajar de Buenos Aires a Asunción —por Braniff Airways, yanqui ella y que gestionaba esa clandestinidad— y luego de ahí a Montevideo. Viajes directos no se podía excepto con autorizaciones especiales. Cuando pedí una explicación me dijeron “es culpa del peronismo que se pelea con el Uruguay”. Era obvio que el peronismo era perverso. Igual, seguí con mis contradicciones entre dichos y hechos de la misma realidad. 

Por esa edad no se me ocurría que las críticas al peronismo también fueran propaganda ¡Lo decían mis viejos!

 

Ahí comienza mi etapa uruguaya. Todo lo bueno y hermoso que pueda decir del Uruguay y los uruguayos es poco. Viví feliz allí desde el primer día. La escuela era mixta, a diferencia de la de Buenos Aires, que también era estatal pero solo de varones. Cuando llegué cursé el último año de la primaria. 


Los adultos daban una sensación de tranquilidad y hablaban de política con naturalidad delante de los chicos. Uruguay era la “Suiza de América”. Las discusiones acaloradas eran sobre fútbol Nacional versus Peñarol o sobre política blancos versus colorados, pero siempre de buenos modos. Los buenos modos, las formas educadas de discusión estaban muy arraigadas. Algo tranquilizante para mi era que todos coincidían en que el peronismo era nefasto. Y claro, en Montevideo nada me creaba contradicciones. Uruguayos y argentinos son casi unánimes en el gusto por el asado, el mate, el dulce de leche, las milanesas y la valoración de Gardel o el fútbol. No pasa lo mismo con el peronismo. Es difícil encontrar un uruguayo que no tenga posición respecto del peronismo. En general, se advertían opiniones opuestas, rígidas y excluyentes.

 

Una leve sospecha me la generó el bombardeo de Plaza de Mayo y los cientos de victimas civiles. No entendí por que los militares que lo hicieron fueran recibidos como héroes en el Uruguay. Pero las dudas se apagaron con la alegría masiva que despertaba en Montevideo la autoproclamada “Revolución Libertadora”. Con ese nombre debía ser algo bueno.

 

De todos modos, tres meses con playa y un mes con Carnaval podían amortiguar mucho mi curiosidad por la política. Al año siguiente entré al secundario el liceo para los uruguayos.

Allí me asaltaron muchos intereses nuevos. En especial el dibujo y las ciencias. Tenía amigos del barrio. Mas despegado de los adultos, fui pasando esos años sin mayor interés en la política. Era un pichón honesto de liberal, pero de los de verdad. Como tal, no quería ponerme etiquetas. Cada uno hace su vida y no hay mas tema.

 

Noté que la revolución cubana generaba ruido en la sociedad montevideana, pero no entendía mucho. Los barbudos al principio fueron buenos pero poco después malos. Tal vez eran como los peronistas. Diarios, radios y TV no ayudaban mucho. Tampoco había que preocuparse mucho por los países vecinos, excepto Brasil, con el que se compartía playas y Carnaval. De todos modos, la cultura venía de Europa y la ciencia y la tecnología de Estados Unidos.

 

Cuando ingresé a la universidad cambió mi panorama. Las asambleas y la efervescencia de la década del sesenta me hicieron interesarme y ver otras cosas. Pasé a conocer una gran variedad de partidos, agrupaciones y sindicatos, con distintas posturas ideológicas. Nacionalistas, comunistas, maoístas, socialistas, anarquistas, foquistas o partidistas se sumaron a blancos y colorados. De repente, descubrí el espectro ideológico de la sociedad. Esta vez, mi material de consulta no era mi casa ni la televisión. Charlas, libros, el semanario “Marcha” y asambleas me empaparon rápidamente del conocimiento de los grandes conflictos sociales del Uruguay y del mundo. La izquierda era la opción para los que nos importaba la gente de trabajo. Fuimos testigos y participes de marchas, paros y huelgas. Pero, en general, en Uruguay el peronismo no era tema.

 

Una vez le pregunté a mi viejo, veinte años después, si había cambiado su visión sobre el peronismo. Me contestó que esa fue la época más próspera y feliz de su vida, pero seguía pensando que los peronistas eran autoritarios. 

Los estudios, la carrera y el trabajo me llevaron a virar políticamente, hacerme frentista, militar en el Frente Amplio y ser delegado sindical de los docentes de la facultad. Aprendí el valor de las diversidades, las alianzas coyunturales y la unidad con discusión interna. Los uruguayos eran cultores de los buenos modos. Hay un trasfondo conservador, mas enfocado en las buenas formas y el lenguaje “correcto”. El contenido es importante pero solo se lo considera cuando viene de forma “educada”. Ni bueno ni malo. Es la cultura local. Pero es una de las razones de rechazo al peronismo: las formas. Otra es el nacionalismo peronista que desconfía de lo que viene de los países “cultos y desarrollados”. Uruguay tenía una cultura eurocéntrica.

 

Fuimos participes de la vida montevideana hasta que, por diversas circunstancias, escapamos de la dictadura uruguaya.

 

Llegamos a Buenos Aires, buscando democracia, poco antes de la muerte de Perón. Aterrizamos en un caos político incomprensible para nosotros. Docenas de siglas, partidos, partiditos y agrupaciones constituían una maraña ideológica difícil de seguir para nosotros. En la calle y en los medios las consignas se vociferaban.

Para nosotros, lo primero era subsistir, comprender era menos urgente. Buscamos trabajo y seleccionamos, gracias a los conocidos, una oportunidad en la Universidad Nacional de San Luis.

 

Estaban tratando de armar una Facultad de Tecnología en Villa Mercedes. Primer apunte: los peronistas creaban universidades estatales y gratuitas. Esto no me encajaba con el esquema de liberales civilizados y peronistas bárbaros. Mirando alrededor, vimos hechos sorprendentes. El único lugar con hamacas, toboganes y subibajas era un jardín de infantes semiabandonado, creado por Evita veinte años antes. Cuando llegamos se inauguró un hospital cuya estructura había sido abandonada veinte años antes con el golpe de estado de 1955. En forma similar se inauguró y puso en marcha una fábrica de cemento abandonada con el golpe que derrocó a Perón.

 

Los peronistas analizaban en términos de “liberación o dependencia” y “patria o colonia”. No en términos de clases sociales. Pero también analizaban en términos de "pueblo trabajador y oligarquía". Empezamos a tener amigos peronistas y a indagar sobre el peronismo. Después de tres años y, nacidas nuestras hijas, con la dictadura militar abandonamos la universidad. 

Mi jefe y amigo era peronista. Su hija fue secuestrada y desaparecida por la dictadura debido a su militancia peronista. Ya habíamos tenido experiencias de dictadura en el Uruguay; la universidad se tornaría insalubre. Volvimos a Buenos Aires y trabajé varios años en la actividad privada. Cuando volvió la democracia se supo que la mayoría de las victimas de la dictadura fueron peronistas y que la mayoría de los colaboracionistas eran de otras filiaciones.

 

Con la democracia volví a la actividad en educación y luego, cerca de la crisis del 2001, al Estado. También di clases en cursos introductorios en la Universidad de Lanús otra vez los peronistas bárbaros creando universidades populares. Allí pude ver el hambre de conocimiento de jóvenes y no jóvenes de la clase trabajadora.


En mi etapa estatal, los peronistas me pasaron de contratado a asalariado, eso me garantizaba una jubilación digna. Cuando, promediando la segunda década de este siglo, la sociedad decidió votar más a la derecha... me despidieron del Estado y me jubilé.

 

A veces, no está claro quienes son tus aliados. Muchas veces te lo resuelven los adversarios. Los bombardeos de Plaza de Mayo, el odio y el robo del cadáver de Evita, los fusilamientos, el corte de las manos de Perón, la persecución a los peronistas y los discursos antiperonistas me han hecho ver de que lado debe estar alguien que vive de su trabajo: del lado de los que quieren al pueblo.


Soy agnóstico y creo que los antiguos libros religiosos son interesantes mitos y fábulas. Del mismo modo los textos políticos de hace muchos años son interesantes para pensar, pero la política se debe mover con las situaciones actuales. Las citas de los clásicos son solo una referencia histórica.

 Volviendo al hoy pienso, como dijo Néstor Kirchner, que “con el peronismo no alcanza, sin el peronismo no se puede”.  El peronismo es la práctica más cercana y asequible en esta etapa para calmar las necesidades de los marginados, los que trabajan y los jubilados. En esta época siento que hay que seguir la dirección de un frente liderado por el peronismo.  Es lo único que aporta interés y energía popular. 

Es cierto que hay errores pero, como es sabido, “no se equivoca el que no hace” o como dijo Perón “no se puede hacer tortilla sin romper los huevos”.

 

A pesar de todo conservo el viejo reflejo liberal –mis compañeros de juventud dirían pequeño burgués- de no etiquetarme. Mantengo viejas utopías para las cuales el peronismo, en mi visión, puede ser una etapa. Sigo gustando de la discusión de buenos modos, hablando de a uno, escuchando antes de contestar. Prefiero que me tengan que entender y, si quieren, me etiqueten los otros. Por eso tengo un amigo que me diagnosticó peronismo asintomático.

 

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