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LISE

 El aire acondicionado del centro comercial me invita a permanecer y me desalienta para salir al sofocante verano de Buenos Aires. Estoy tratando de comprar un nuevo teléfono celular. 

Modelos, versiones, aplicaciones, prestaciones, servicios, pantallas van fluyendo a borbotones de la boca del vendedor. Intentando usar mis propios criterios, en medio de la palabrería, señalo sobre el mostrador el teléfono que recién elegí y, bajo la aburrida mirada del empleado, reviso mi portafolios buscando las tarjetas de crédito. Entre el desorden habitual de mis papeles aparece la foto de Lise, mi abuela. 

Desde que mi madre, Ula como le apodaba la familia y los amigos, me dio esta foto, hace muchas décadas, siempre está entre mis cosas de uso cotidiano. Desde la ajada imagen en blanco y negro, la mirada de Lise —que yo sé celeste— invariablemente me inquieta y desconcierta. Otra vez, como desde que era niño, me extravío en esa imagen que resurge desde un pasado insondable que se niega a ser comprendido.


Lise dio una última ojeada a la sala de su casa de la calle Hardstrasse. Su mirada recorrió el magnífico piano de cola, pasó por las esculturas, los cuadros, el candelabro preparado para Hanuká, la inmensa biblioteca y llegó hasta la radio con la que se informaban a través de la BBC, ya que tenían prohibida la compra de diarios y revistas. Cerró los postigos, corrió las cortinas y esperó que llegara el transporte de la Gestapo. 

Hacía un par de días que le habían comunicado su «reubicación» en los territorios ocupados del este. Se oían rumores acerca de matanzas en los campos de trabajo, pero Lise no los creía. Le constaba que los alemanes eran gente culta, civilizada y humanitaria. 

Volvió a pensar en su hija veinteañera - mi madre- que, por suerte, hacia tres años habían emigrado a Sudamérica. Después de un periplo por el sur de Alemania y el norte de Francia, partieron de Le Havre en un vapor de bandera francesa. La última correspondencia que recibió de ella, hacía un par de meses, tenía un saludo por Rosh Hashana. La confortó un poco haber podido enviarle una carta explicando la situación, antes de su traslado. Intentó mandarles mensajes tranquilizadores en los que ella misma no confiaba mucho. Les contó acerca de la ropa que llevaría y de algunas joyas que podría vender en caso necesario. También les comentó sobre su ilusión de volver pronto a su querido Berlín, a sus amistades, a su trabajo como radióloga y —a la brevedad posible— ver a sus hijos y conocer al bebé de Ula, su nietito Germán.


Se sentó en el sofá y su mirada se posó en el almohadón de Max, el gato que fue su última compañía. Lo tuvo que regalar porque se les prohibió tener mascotas.

La señora Stoltz, que vivía al lado y sabía de su traslado forzoso, le había preparado unos bizcochos para el viaje y la despidió con un abrazo, deseos de buena suerte, brevedad en el desarraigo y pronto regreso. La vecina pensaba que estos trastornos pronto serían superados y rápidamente todo volvería a su cauce habitual. Le resultaba imposible comprender como se les acusaba, simultáneamente, de ser parte de una burguesía que ahorcaba financieramente al Reich y ser anarquistas o bolcheviques enfrentados con esa misma burguesía. 


Puntualmente llegaron los de la Gestapo. Cargaron la valija de Lise en un camión y la hicieron subir en otro.

El camión recorrió un corto trecho por Berlín hacia el norte del Jardín Zoológico. Cuando llegaron al punto de reunión, el templo de la calle Levetzowstrasse, ya había un grupo grande de gente, llevados en otros camiones, cada persona con su estrella amarilla cosida en el abrigo.

Quedaron retenidos todo el día en la sinagoga. Se les exigieron las llaves de sus viviendas y la declaración de todos sus bienes, que en ese mismo acto eran transferidos al Reich. Hubo quejas, gritos, llantos y desmayos. Pronto se acallaron con amenazas, empujones y algún golpe. La magnitud del despojo solo competía con la profundidad de la humillación. Primero les quitaron la nacionalidad, después los derechos, las pertenencias y, finalmente, la dignidad. Increíblemente, aun así, seguían actuando como alemanes, obedientes, ordenados, calmos, confiando en que todo se arreglaría.

El resto del día transcurrió en tensa espera. Al atardecer les dieron orden de ponerse en marcha. El grupo —unos cientos— salió custodiado por tropas, recorriendo varios kilómetros a través de la noche berlinesa, por barrios tranquilos. Pasaron cerca del Palacio Charlottenburg, que pronto quedó atrás. Por el camino siempre tenían como referencia, a su derecha y adelante, la torre de radio de Berlín. Luego tomaron hacia el sur. No había otra gente por la calle. Solo se divisaba alguna silueta furtiva tras las cortinas. Durante el fresco anochecer otoñal recorrieron por las calles Helmholtz y Leibnitz. Luego cruzaron la calle Kant, divisando a la izquierda la iglesia en recordación del Kaiser Wilhelm. ¿Serían los nombres de esas calles una señal? Fantaseó con que, tal vez, serían un buen presagio, mientras la necedad los asolaba. Pero sus fantasías eran insostenibles. No soportó su propia ingenuidad y se concentró en el camino. Siguieron por la avenida Kürfurstendamm, pasando por el barrio de Halensee. El frío del otoño ya se hacía sentir y se formaba una tenue bruma que difuminaba los faroles y las copas de los árboles. En el camión un niño sollozaba tomado de la mano de su madre. En un silencio solo alterado por algún estornudo, llegaron a la estación de ferrocarril de Grunewald, en el sur de la ciudad. Era una zona de casas quintas lujosas donde vivían algunas de las que fueron sus camaradas de estudios. En la estación, por suerte, pudo pagar su pasaje y viajaría sentada en asientos de madera. 

Les indicaron subir al tren en el andén 17. Separaron a hombres y mujeres, que viajarían en distintos grupos. Por la ventanilla vio que los que no pudieron pagar pasaje iban en vagones de carga o de ganado. 

La puesta en marcha, oyendo el silbato de la locomotora, le hizo recordar los viajes en primera clase a Dinamarca cuando sus niños eran chicos. Solían tomar vacaciones familiares para visitar el Tivoli de Copenhagen. Ahí, cruzando con el ferry, se llegaban hasta las costas de Malmȍ. Recordó, con el asombro de siempre,  con que naturalidad los suecos se bañaban desnudos en la playa.

El rítmico y cansino andar del tren pasó por Frankfurt del Oder y luego cruzó la frontera con Polonia. Así, con diversas paradas, a lo largo de tres días, pasaron por Poznan y otras ciudades atravesando la extensa campiña polaca. Los trenes que alguna vez vio como sinónimos de progreso y esparcimiento, se le hicieron sombríos transportes hacia un destino difícil de vislumbrar.

Para distraerse miró alrededor a sus compañeras de travesía. Silenciosas, algunas dormitaban y otras tenían la mirada perdida. Los niños se acurrucaban en los regazos maternos. Comió el pedazo de pan que les habían dado y convido a su compañera de asiento con uno de los bizcochos de su vecina. Ella lo tomó, agradeció con un leve movimiento de cabeza y lo masticó sin comentarios.

Releyó por enésima vez la última carta que recibió de Ula desde Buenos Aires. Tenía un relato de su adaptación y las últimas monerías de su hijo, el pequeño nieto de Lise, al que aún no había podido conocer. 

Pensó en su profesión interrumpida. No tenia sentido que, en el campo de trabajo, la pusieran a cargar bolsas o empujar carretillas. Seguramente les sería más útil aplicando sus conocimientos.

En una parada escucharon que los SS decían que estaban entrando en Lituania. Después de atravesar un largo túnel, salieron al otro lado de un río. Ahora, a través de las rendijas de las persianas, que les obligaron a cerrar, podían distinguir la pequeña estación. El cartel anunciaba la ciudad de Kaunas -que los alemanes llamaban Kowno. Revisó su cartera, tomó el espejo y se peinó, mientras se observaba con desazón. Estaba amaneciendo cuando el tren se detuvo y los hicieron bajar. 

Cuando salió pudo ver en la locomotora la placa de Orenstein y Koppel, la empresa fabricante de ferrocarriles donde había sido gerente Hermann, su fallecido esposo. Durante un breve instante revivió una sensación de familiaridad, de cosa conocida, con amados recuerdos que se esfumaron al instante.

La orden era caminar. En Kaunas, ya clareando, la caravana bordeó un parque desierto. Luego cruzaron un río por un puente y tras una larga caminata en un despoblado, sobre el mediodía, llegaron a una gran construcción con aspecto de fortaleza. 

Cuando entraron vieron que se trataba de una inmensa prisión, donde no había nada. Ni camas, ni sillas, ni mesas. Se enteraron que estaban en el Fuerte 9 de Kaunas, una vieja fortificación militar. A la noche se fueron acomodando como pudieron para descansar, sobre el piso frío. 

Con el nuevo amanecer, los SS hicieron levantar a un grupo de unas cincuenta y salir al campo vecino donde las hicieron poner en fila. Era una hermosa mañana. Los pastos todavía estaban escarchados.

Les ordenaron quedarse en ropa interior e indicaron poner su vestimenta y carteras en una parva y las joyas y relojes en otra. Temblando de frío Lise pensó que les iban a sustituir sus ropas por algún tipo de uniforme de trabajo. Guardó en el corpiño el anillo con el brillante, que le había regalado Hermann. En este destierro con rumbo desconocido ahora, sin los relojes, habían quedado a la deriva en el espacio y en el tiempo.

Pasó cerca del oficial de las SS y su mirada calma y transparente le hizo recordar la de su hermano. Tuvo un helado estremecimiento de asombro cuando le escucho gritar:

—¡Tiren!

Cuando llegó la bala a la frente de Lise, ya había visto los fogonazos de la ametralladoras. No llegó a oír el estampido. Sus pensamientos se agolparon. Recordó a su padre Eduard y a su hermano Fritz. Ambos estuvieron en el frente en la Primera Guerra. Su padre fue médico y su hermano soldado. Los dos fueron condecorados por su lealtad al Reich. Lise colaboró en la retaguardia. La familia tenía numerosas generaciones de antepasados en el país. Obviamente no podían estar matando patriotas; era absurdo. Todo esto era fruto de la demencia de Hitler y de la mala prensa que tenían por culpa de los judíos polacos. Aquellos eran gente tosca y poco adaptable, con vestimenta extraña, que hablaban iddish, y provocaban un rechazo estético en la mayoría de los alemanes. Pero los judíos berlineses, como Lise, estaban integrados a la cultura germana. Todo era un error, una locura pasajera. 

Cuando ya la bala tocaba su piel pensó en Gustav. Desde que enviudó de Hermann, hacía diez años, solo el había llegado a su corazón. Seguramente lo vería cuando todo este disparate fuera superado, barrido por el viento de las mejores tradiciones alemanas. Seguramente habría nuevas tertulias en su casa de la Harpstrasse, alrededor del piano de cola.

Cuando la bala salió por la nuca de Lise, Gustav ya había muerto en el campo de Dachau. Eddy y Ula seguían haciendo gestiones en la Cruz Roja para traer a Lise a Buenos Aires. La casa de la Harpstrasse estaba ocupada por un nazi que disfrutaba de sus comodidades, mobiliario, artefactos y decoración. Los rusos repelían a las tropas alemanas en las afueras de Moscú.


Al llegar a Buenos Aires, con dieciocho años, Ula se empleó como niñera con una familia de doble apellido. En esa época las familias aristocráticas contrataban mujeres jóvenes que no hablaran castellano para enseñar otro idioma a los niños. Así, esos chicos comenzaron a aprender alemán y le enseñaban español a Ula. La picardía les hizo enseñarle palabrotas cuyo significado ella no comprendía. No duró mucho en ese trabajo; cuando los padres la oyeron repitiendo esos términos la despidieron.

Cuatro años después, la Cruz Roja da a Lise por desaparecida. La única información es que, poco después de la fecha de su ultima carta, fue deportada desde Berlín en tren hacia el destino final en Kovno (nombre de Kaunas en alemán). Ahí se perdía el rastro. 

En esa época Ula ya habla y comprende un poco de castellano. Trabaja como costurera en su casa. Se ha separado de Siegfried, un médico, también refugiado, con el que se casó un par de años atrás en Buenos Aires. Yo voy creciendo y hasta los cinco años solo hablo alemán.

Ula frecuenta refugiados alemanes en la confitería Das Magnet, en el barrio de Belgrano. Allí ahogan las penas de la nostalgia con eiskaffee y schokoladenkuchen muchos exiliados por el nazismo. Durante esos años Ula sigue reclamando por su madre en la Cruz Roja, sin obtener más datos.


Cerca de diez años después de aquellos hechos, un suceso fortuito nos pone a mi madre y a mi frente al más crudo relato y al conocimiento del destino final de Lise. Estábamos esperando ante el mostrador de un negocio, mientras atendían a un señor mayor. Este hombre tenía en su brazo tatuado un número, característico de los sobrevivientes de campos de concentración. Mi madre le preguntó donde había estado prisionero. Éste respondió que en Kovno. Ella comentó que su madre había sido deportada hacia allí y le dio la fecha de la última carta de Lise. El sobreviviente recordaba que en esa época hubo un único convoy proveniente de Berlín. Con temor, mi madre preguntó si sabía algo del destino de esos pasajeros. El hombre tragó saliva y nos relató los hechos. Quedé muy impresionado; no podía creer lo que había escuchado. Mi madre me tomó fuerte de la mano y nos alejamos a toda velocidad, casi se diría que huíamos de allí.


En ese infinito instante supe que ya nunca vería el mundo como antes. Ese brazo tatuado y el relato de aquel hombre abrieron mi mente a un mal que, a pesar de mi frondosa imaginación infantil, nunca habría sospechado. Perdida esa primera inocencia acerca de las personas, ya nada sería igual. No encontraba las preguntas a las que alguna gente había respondido masacrando a otros. Los años siguientes me ayudaron a digerir, a recuperar alguna confianza en desconocidos, pero nunca a olvidar. Comprendí que la felicidad colectiva es esquiva, pero que tomaría las efímeras alegrías propias o de mis afectos como anticipos de aquella deseada felicidad general. Lise era radióloga y fotografiaba el interior de las personas, revelando las partes más duras y rígidas. Como las radiografías, los hechos acaecidos me habían revelado las partes más duras y rígidas del alma humana.


Apoyado en el mostrador del centro comercial, frente a la vieja foto, evoco el exilio de mi abuela Lise, el de mi madre Ula y el propio, en la última dictadura. Pienso en mis hijas que tienen la edad de Lise cuando la mataron y solo vuelvo al presente con la repentina demanda del vendedor.

—Señor ¿Visa o MasterCard?



----------------------------------------------------------------------------   FIN


Este relato es una ficción basada en hechos reales. Lise es mi abuela. Fue deportada a Kowno desde Berlín y luego asesinada. 


Lise con su padre y su hermano, en la Primera Guerra Mundial.
Lise y su esposo, entre ambas guerras mundiales.
Tren nazi de traslado de prisioneros.


Memorial en el andén 17 de la Estación de Grunewald.
17-11-1941  / 730 JUDÍOS  /  BERLÍN-KOWNO
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