Mario Benedetti
Cuando llegó la dictadura, en la década de los setenta, me fui de mi trabajo en una universidad estatal, ya que sabía como vendría la mano. Con mi forma de pensar, no me auguraba un buen futuro, dependiendo directamente del gobierno de facto.
Busqué trabajo en la actividad privada, que me parecía un lugar mas resguardado, menos expuesto dada mi forma de ver la política y mi trayectoria personal. Finalmente conseguí empleo y aterricé en un inmenso piso céntrico de Buenos Aires, con ciento cincuenta profesionales que regenteaban obras públicas con miles de trabajadores y por millones de dólares. Era una de las mayores empresas contratistas de obras del estado.
Salir de la cátedra y el laboratorio para adaptarme a este nuevo ambiente tenía su costo. En el grupo de profesionales la mayoría eran ingenieros y arquitectos. Había un ambiente formal y se presumía de «lo profesional». Fui intentando, tibiamente, lograr vínculos con varios de ellos.
Con algunos de mi edad o menores rápidamente llegó el tuteo y las bromas intrascendentes. Los temas más profundos eran riesgosos dado que las obras públicas estaban en manos de los militares y esto había que tenerlo en cuenta.
Entre los que trabajaban en el piso había un ingeniero, mayor que yo, al que todos reverenciaban. Era el ingeniero Ibáñez. Este hombre era muy amable y, de entrada, tuvo una actitud de mucha consideración y estima hacia mi. Ibáñez era un católico ferviente y hacía gala de ello. Como soy agnóstico empecé eludiendo el tema de las creencias. Cuando se rozaba algún tema religioso o de otro tipo de creencias, fiel a mi formación científica, siempre salía del paso con una frase del estilo de «yo solo creo en lo que pueda experimentar o razonar» o «yo no creo en nada».
Ibáñez exhibía su fe católica sin problema. Otros, además, planteaban sus supersticiones y creencias varias, desde las brujerías hasta la astrología. Yo no rebatía nada, solo me refugiaba en aquellas frases. Un día, mientras compartía el cafecito de la tarde con varios profesionales vecinos de escritorio, entre ellos Ibáñez, éstos volvían sobre el tema. Así desfilaban, entre café y café, Jesús, los horóscopos, los hechizos y otros. Yo trataba de pasar desapercibido, pero los compañeros comenzaron a pedirme opinión. Me expresé con una de mis frases habituales.
—Yo no creo en nada.
Esa vez Ibáñez no me la dejó pasar y me respondió.
—Me tiene harto con esa respuesta.
Sorprendido por el exabrupto contesté tímidamente.
—No le entiendo Ibáñez.
—Le voy a explicar con ejemplos. En principio no le voy a hablar de cosas que usted puede percibir, como el amor, la amistad, la solidaridad o el miedo. Le voy a dar ejemplos de intangibles. Por ejemplo ¿me podría mostrar un cuadrado de diez centímetros de lado?
—Claro, ahí va— dije y con el lápiz hice el dibujo correspondiente. Ibáñez replicó.
—Los lados no son rectos.
—Puedo hacerlos con regla.
—Pero no de diez centímetros exactos, porque con su regla no me puede asegurar exactitud porque toda medida tiene una precisión determinada. Será un poco menos o un poco más. No puede asegurar diez exactos, le quedará aunque sea como imprecisión el grosor del lápiz. No será un cuadrado.
—Bueno, lo que pasa es que estoy representando un cuadrado. El cuadrado, en realidad es un concepto, es abstracto. Solo existe en mi mente.
—Ahí lo quería agarrar. Usted cree en un algo que no puede ver ni tocar, solo lo puede imaginar. Es así, Germán. Usted tiene adentro un enano positivista que le trabaja en contra. Yo también creo en cuadrados y en muchas otras abstracciones. También creo en un dios bondadoso, creador del universo.
—Bueno, Ibáñez. Entonces me corrijo. Creo en muchas cosas, solo que no creo en un dios. Tampoco lo niego. Soy agnóstico. Creo que es un concepto al que no tenemos acceso por experiencia.
—Igual que el cuadrado. Nuestras creencias no dependen de la experiencia empírica. Lo único que se puede negar son creencias que siempre contraríen la experiencia. Pero aún para negarlas y razonar necesitamos creer. Los principio de la lógica se deben aceptar. Creemos en ellos porque nos sirven para razonar. ¿Quiere una galletita dulce?
